Opinión
«Perdónalos porque no saben lo que hacen»
A cada paso que damos hemos de recordar la Constitución española. Cada día es preciso recordarla para no caer en la gravedad de hechos ocurridos, por ejemplo, estos días atrás en el pregón de los Carnavales en Santiago de Compostela. ¿Por qué digo esto? Sencillamente porque en ese pregón, y con todos los aledaños que han seguido por parte del alcalde de aquella admirada y admirable ciudad, que en su nombre lleva el del Apóstol, al que con tanta gravedad como zafiedad se le insultó e injurió, junto con la Santísima Virgen María, Virgen del Pilar, Madre de Dios y madre nuestra, también del pregonero, que como un mal hijo trató de tan malísima manera a la que también es madre suya y también madre del alcalde que no estuvo a la altura de ser alcalde y, menos aún, de ser alcalde de Santiago.
La Constitución española reconoce como «fundamento del orden político y de la paz social la dignidad de la persona, los derechos inviolables que lo son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto de la ley y los derechos de los demás» (Art. 10). Y más adelante, entre estos derechos inviolables, reconoce el de libertad religiosa y de conciencia (Art. 16), que no supedita al de expresión, dicho sin ambages. Art. 10 y Art. 16 claramente conculcados en un Estado de derecho: ¿A qué se espera o qué se espera de una sociedad que tolera, con falsa tolerancia, el que se la socave así en sus cimientos más propios? Nada de lo que se dice en un artículo y otro ha sido respetado. Esto nos conduce por sendas de ruina y esto también es corrupción: la peor de las corrupciones, porque es corrupción de las conciencias, que corrompe a la sociedad, el tejido social bien tramado y trabado para y sobre el bien común, inseparable del cumplimiento fiel de los derechos fundamentales a los que aluden tales artículos constitucionales. Quebrar estos artículos es quebrar el orden político, moral y social en que nos encontramos y entrañan quiebra profunda de humanidad. El orden social se asienta sobre el bien común inseparable del orden moral, que se asienta sobre la verdad. El vínculo entre la verdad, el bien y la libertad es clave en el orden moral y, consiguientemente, también en la fundamentación del «orden político y de la paz social» que tenemos garantizado en nuestra Constitución. El hecho lamentabilísimo ocurrido en el pregón carnavalesco de Santiago de Compostela –digo «carnavalesco», porque fue más grotesco que cuantas grotescas máscaras y disfraces puedan darse en el más ínfimo y con menos gracia y arte del peor de los carnavales– muestra, entre otras cosas el gravísimo problema que padecemos en España, que tiene mucho que ver con la crisis de la verdad y con la corrupción de la idea y experiencia de libertad.
El exaltar la libertad hasta considerarla como un absoluto, como un fuerza autónoma individual e insolidaria y como voluntad de poder que se impone sobre los demás sin límite es uno de los problemas más graves con que nos enfrentamos y que nos conduce al vacío de la nada, como el pregón al que me estoy refiriendo, incompatible con nuestra Constitución, asentada y trabada por el vínculo de verdad derechos-obligaciones-libertades. Es preciso respetar la Constitución para la paz social.
Me solidarizo enteramente y sin fisura con las iglesias o diócesis de Santiago de Compostela y Zaragoza, ultrajadas también en el pregón sin arte ni gracia alguna del Carnaval Compostelano, al que también ha denigrado. Me uno y uno la diócesis de Valencia a su oración de desagravio y a las notas claras y valientes, llenas de caridad y justicia cristiana, de sus Arzobispos, mis queridos amigos y hermanos D. Julián y D. Vicente: estoy enteramente con vosotros, a vuestro lado.
Como dije el año pasado a propósito de un caso similar, quizá no tan grave ni soez, acaecido en Canarias, «confieso que no se entiende a estas alturas y en un país como el nuestro, con una Constitución tan explícita como la que tenemos gracias a Dios, que sucedan tales cosas tan impunemente; debería hacernos pensar a todos por qué están sucediendo estas cosas en nuestra sociedad española». Hoy ha sido Santiago de Compostela, en otro momento ha sido Canarias, o Navarra, o Valencia; hechos semejantes están ocurriendo a menudo con total impunidad. ¿Qué nos está pasando? Esto también es corrupción y de la más dura. ¿Por qué no la atajan quienes tienen obligación de hacerla?
En cualquier caso, permítame, alcalde de Santiago de Compostela, que le diga: «No ha estado a la altura que exige ser alcalde de esa ciudad, conocida y reconocida en todo el mundo por ser la Ciudad del Apóstol, y en torno a las peregrinaciones a su sepulcro se fraguó Europa, y hoy es lo que es esa ciudad de la que usted fue elegido Alcalde democráticamente. Respete al menos su ciudad como reclama la democracia de la que usted es miembro».
Finalmente, hago mía la oración de Jesús en la Cruz, cuando oraba en ella por los que lo crucificaron, lo condenaron y lo insultaros: «¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!» Virgen María, Madre de todos, y Apóstol Santiago, padre de nuestra fe, «perdonadles, porque no saben lo que hacen, si lo supieran estoy seguro que no lo habrían hecho.
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