Opinión
Celebrar la Semana Santa
España –sus pueblos y ciudades, sus gentes–, fiel a sus raíces y a la tradición cristiana que la configura y la identifica, aun en medio de la secularización envolvente, con toda la Iglesia, celebra con fuerza el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Ahí convergen todos los caminos, ahí se dirigen todas las miradas, en él se encuentra el centro de la historia de los hombres.
De este misterio brota la fuente de la que mana la esperanza para todos los hombres, el hontanar donde nace todo caudal de vida y de amor que colma y rebasa todo deseo de felicidad del corazón humano.
En los templos, en las calles, en los corazones de tantos y tantos se viven con intensidad de fe, con piedad religiosa, con fervor humano estos misterios, acaecidos en un lugar y en un tiempo muy concreto, datados con la certeza más total y verdadera, que han cambiado la faz de la tierra y la han hecho brillar con la luz de la redención que se extiende a todos los hombres, a todos los pueblos, a toda realidad de este mundo.
Lo que acaeció en Jerusalén en tiempo de Anás y Caifás, de Herodes y de Pilatos, en la persona de Jesús, el Nazareno -su entrada triunfal en Jerusalén, su última cena pascual con los discípulos, su traición, prendimiento, pasión, condena, muerte y sepultura, su resurrección ha roto de manera definitiva y para siempre el dominio del mal sobre los hombres, ha aniquilado los temores y las angustias del mundo entero y ha traído la salvación a todos.
Semana grande del amor, de la plenitud del amor, de Dios que es amor y ama con infinito e irrevocable amor al hombre, y lo ama hasta el extremo. Semana para que, vivificados y alentados por el amor de Dios manifestado y entregado en Jesucristo, amemos como Él nos ha amado, vivamos inmersos en ese inmenso, infinito, amor, y, desde ahí, seamos testigos de perdón, de reconciliación y de fraternidad, testigos de la verdad que se realiza en el amor.
En los templos, el pueblo fiel, con la Iglesia entera, estos días, celebra litúrgicamente el memorial que hace presente en toda su fuerza vivificadora la salvación, el amor sin límite, que procede de la Cruz y de la Resurrección, y ora, en adoración humilde, en acción de gracias dichosa, en plegaria confiada por las necesidades de todos, para que a todos alcance la alegría de esta salvación y la cercanía de este amor supremo que se vuelca misericordioso sobre los hombres sin exclusión y sin barreras.
Las calles de nuestros pueblos y ciudades, con singular belleza en algunos lugares, en los atardeceres o en la noche espesa de la Santa Semana, en las madrugadas o en los momentos matutinos, se convierten en espacio donde de manera popular se escenifican y muestran estos misterios que abren una aurora de esperanza de paz y de reconciliación entre las gentes, de unidad y de amor verdaderos entre los hombres, de luz y de vida y en medio de tanto sufrimiento, de tanta violencia y odio, y de tanta muerte.
Los corazones, las miradas, los pensamientos y los deseos de los cristianos se recogen en un interior contemplativo, mirando al que traspasaron, mirando a la Cruz, oteando la alborada de la mañana de Pascua en la que quedan rotas todas las cadenas y amenazas de mal y de muerte que pesan sobre la humanidad entera.
Celebrar la Semana Santa reclama unirse a Cristo crucificado, unirse en El y con El a los crucificados y sufrientes de nuestro tiempo, para mostrarles el amor redentor, para hacerles palpable con nuestro amor y compañía, con nuestra cercanía y solidaridad, que Dios les ama, que Cristo ha muerto por ellos.
Celebrar la liturgia o proclamar la fe en las manifestaciones procesionales reclaman una sola cosa «Tomar la cruz», la nuestra y la de los demás, y seguir a Jesús, seguirle en el amor, seguirle dando la vida por los demás, acompañarle entregándolo todo y rebajándose hasta lo último por los otros, llenarlo todo del amor que brota del costado abierto de Cristo hasta los límites de la nada que es toda realidad o toda sombra o señal de muerte.
En el centro de la Semana está el amor fraterno, que es el amor de Dios derramado en nuestros corazones para amar como El, en y por su Hijo, nos ha amado.
Esto es lo que queremos celebrar los cristianos. Esto es lo que decimos con toda la Iglesia en la Liturgia. Esto es lo que sacamos a luz a nuestras vías y calzadas.
De todo esto, de toda esta verdad, necesita un mundo secularizado como el nuestro, para que tenga futuro y se asiente en la esperanza.
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