Opinión

El destino

Ayer, bajé a tomarme un café al bar de la esquina. Según me senté, escuché esto en la mesa de al lado: «no, no hago nada. Al fin y al cabo es el destino el que lo hace todo, ¿no?» No pude dejar de mirar. La que filosofaba era una mujer de unos treinta con una interlocutora algo mayor que le contestó: «Sí, lo mejor cuando uno desea algo es esperar». Flipé. Flipé en colores. Ahora resulta que cuando uno tiene un deseo, un sueño, un proyecto vital, lo que hay que hacer es tumbarse a la bartola y esperar a que el destino mueva el culo por ti.

Pues verán, yo creo que ese pensamiento divide a la sociedad. Porque, finalmente, unos harán y otros irán al «trantrán» de los que actúan. Unos trabajarán y otros pondrán la mano a fin de mes. Unos lucharán para mejorar el mundo y otros criticarán la desatención que el azar tiene con ellos. Unos se complicarán para aplicarse y otros parasitarán esperando el santo advenimiento. Debe haber sido así siempre. Pero hoy, quizá por la locura colectiva a la que hemos llegado, hay más desencantados que nunca. Gente que no piensa mover un dedo más allá del tapón del botellín y que, sin embargo, va a exigir a los otros que les den lo que merecen. Lo que merecen por el simple hecho de haber nacido. Como derecho natural. Hay tanta desconfianza en la política, en el sistema, en los demás, que se entregan a la magia de los hados y los polvos mágicos para conseguir sus fines. Fines pedestres, por otra parte. Porque los que tienen grandes sueños no dudan en que tienen que moverlos con su trabajo. Aquellos que tienen un sueño importante saben que sólo se consiguen con su esfuerzo, con su tesón, con su talento, con su cuerpo y con su alma.