Opinión

Eurovisión

El sábado, por primera vez en mi vida, vi el Festival de Eurovisión entero. Había escuchado tanto a Amaia y Albert en entrevistas que ya me resultaban de la familia. Me preocupó, sin embargo, que dijeran no estar nerviosos. Eso solo puede ocurrir o porque no eres artista o porque sepas que no hay nada que hacer. Y lo primero ni se cuestiona. Pero no tuvieron ellos la culpa de la baja puntuación. En realidad, nuestra actuación fue muy sosa. ¿Ya han terminado? Pero si no han hecho nada, pensé yo. Más aún cuando vi a otros artistas con interesantes puestas en escena. Y no me refiero a los fuegos artificiales, que eso ya no convence, me refiero a que con su canción interpretaban una historia.

Una historia que estaba en la letra, la dirección y la interpretación de los cantantes. La israelí que ganó hablaba del empoderamiento de las mujer y era imposible dejar de mirarla. Te gustara o no. Su vestuario, su actitud, sus coletas, su rostro... todo era significativo. Los franceses cantaron llenos de emoción sobre los refugiados. Lo italianos, a los que la audiencia aupó, sobre terrorismo. De una manera u otra los primeros clasificados demostraron un compromiso social que ya no es posible eludir. Nuestros adolescentes hablaban de su amor adolescente. Ese que surgió mágica y puntualmente en un concurso de televisión y que no tiene repetición posible. Yo les hubiera vestido con vaqueros rotos y camisetas, quizá descalzos, sin micros en la mano. Les hubiera hecho bailar, correr, mosquearse y comerse a besos, como mínimo. Por lo menos no hubiésemos pasado desapercibidos. Aunque lo importante es haber comprobado que el público necesita algo más que amor de otros.