Opinión
Milagro
Sucedió el sábado. Fue un milagro, pero pocos lo advirtieron. De un tiempo a esta parte, los milagros no acaparan titulares. No figuran, quizá por eso nos hayamos convertido en semejante tropa de autómatas descreídos. El pasado sábado, una mujer inmigrante y refugiada procedente de Libia dio a luz a su bebé en mitad del Mediterráneo, a quien llamó Milagro. La criatura pesó 2,8 kilos, pero el mundo al que llegó estaba absorto en lo que pesaba el balón de la final de Champions. No pudimos escuchar su primer llanto porque estábamos emocionados viendo llorar al portero del Liverpool, a quien la noche se le dio francamente mal. Y lloró el hombre como lloran los niños, es decir, la mayoría de las veces, sin razón de peso para tanto desahogo. En el Aquarius, el buque de búsqueda y rescate de la ONG SOS Mediterranée, donde la madre parió, estaban felices. Era una felicidad a destiempo porque el mundo estaba viviendo otra felicidad, la victoria de un club de futbol. Ya se sabe: lo importante es inmediato, la vida puede esperar.
Es el nuevo lema del mundo en el que vivimos, y puede que se nos anude al cuello y termine por levantarnos los pies del suelo –ese que a veces ni pisamos–, dejándonos suspendidos en el aire, a modo de suicidio. Quizá es lo que estamos haciendo, suicidándonos sin saberlo. ¿Se imaginan que ese niño, de nombre Milagro, sea quien logre encontrar la cura del cáncer? Deberíamos imaginarlo. Quizá eso nos ayude a distinguir lo realmente importante de lo meramente superfluo. O no. Los milagros, como los titulares, ya no son lo que eran. El mundo, tampoco.
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