Opinión

Setenta años

Se están cumpliendo ahora los setenta años desde que se hiciera efectiva aquella votación esquemática de la ONU decidiendo que la Tierra Santa se dividiese pacíficamente en dos estados cuya diferencia esencial era la religiosa aunque podrán abrigarse esperanzas de una convivencia entre las dos poblaciones porque el judaísmo extendido por el mundo entero y fuertemente vinculado a empresas de gran relieve estaba en condiciones de proporcionar a todos los moradores de aquellas que en su tiempo se calificaran de Eretz (tierras) de Israel. Pero ni los musulmanes palestinos ni las potencias islámicas que se hallaban al alcance de aquella novedad restauradora de un tiempo y un donativo históricos que ahora parecían enmendar los errores. Y el resultado de aquella decisión de las Naciones Unidas sería una serie de guerras, interrumpidas en ciertas etapas pero nunca liquidadas. De este modo se cumple una profunda desviación que afecta también al cristianismo y a la cultura que del mismo se ha derivado. Prescindiendo de juicios los historiadores no tenemos otro remedio que llegar a esa conclusión de que Jerusalén, aunque invoque el término de paz (shalom) hacia el que todos los pueblos de la tierra deben volver su vista, no ha podido lograr ese entendimiento que muchos deseaban.

La conmemoración de nuestros días, a la que en anteriores artículos ya me he referido, debe ser aprovechada para descubrir los errores evitando de este modo incurrir en ellos : todo es consecuencia del odio que forma precisamente el núcleo esencial de la singular historia del Pueblo de Israel y que debe tenerse en cuenta porque, lejos de desaparecer, en nuestros días está situándose en el eje central de las relaciones humanas. Israel se ha considerado a sí mismo como pueblo escogido por Dios, esencia misma de la Creación, para dar a conocer la Verdad. Y durante más de tres milenios vivió este destino que el cristianismo ha procurado asumir como nuevo y definitivo. La primera lección que precisamente la Escritura nos enseña con dureza fuerte es que los fallos más graves son los intentos aquellos que precisamente muestran a esa Humanidad elegida como pueblo de «dura cerviz». Los grandes maestros salidos de España en 1492 Abravanel o Ibn Verga coinciden en que las desdichas que periódicamente sacuden el destino de Israel son consecuencia de que éste no se acomode con precisión a la misión profunda que Dios le ha encomendado.

Estamos ante una profunda verdad que tiene dos dimensiones y que nos ayudan a comprender tanto las desdichas del pueblo elegido como las de la sociedad en general que se halla vinculada a los valores éticos que forman parte de la naturaleza. Una lección que en nuestros días deberíamos explicar con más claridad pues es la que puede ayudar a superar daños que constantemente se repiten haciendo del Mediterráneo y de ciertos países especialmente africanos verdaderas antesalas del infierno. Las persecuciones religiosas han cobrado dimensiones muy variadas –por ejemplo en el interiorismo del Islam– y no se limitan como en otro tiempo a la violencia desencadenada aunque en verdad puede decirse que en pocos momentos de la Historia alcanzaron sumas tan elevadas en los martirios. Hemos de insistir en que los pogromos y el mismo holocausto no fueron mera consecuencia del desatino de gobernantes arrastrados por la locura, sino herencia de odios cultivados durante largas generaciones y puestos al día por las ideologías que insisten en liquidar los daños que según ellas se derivan de la religión. El nacimiento del Estado de Israel que parecía liquidar inveterades injusticias ha venido acompañado de odios que se denotan en los más diversos lugares

Hoy estos prejuicios que también vuelven a mostrarse negativos para Israel se formulan como una demanda de extinción de aquellos valores éticos que judaísmo y cristianismo se sentían llamados a difundir. Se entiende que la religión es un obstáculo en el camino que los diversos populismos están mostrando. Fijémonos en esa pequeña muestra de retirar ejemplares de la Biblia o del Crucifijo de la mesa sobre las que nuestras ministras y ministros debían poner las manos para prometer y no jurar la obediencia a las instituciones políticas. Ahora sí puede decirse que España ha dejado de ser católica como ya lo anunciara don Manuel Azaña, uno de los grandes políticos de nuestra segunda República. A lo sumo la religión se respeta en cuanto una de las opciones a las que los ciudadanos pueden someterse.

Me he desviado también y debo volver al gran acontecimiento de aquel mes de noviembre de 1947 cuando la ONU, reparando errores que aún sembraban los suelos de sangre, creyó posible resolver el problema judío permitiendo a los procesadores de esta religión el retorno a la Tierra que por Dios le fuera señalada. La operación solo tuvo una pequeña parte de éxito al permitir la consecución de un Estado que devolvía el nombre a Israel. Pero no impidió la guerra ni ha evitado las consecuencias de un debate que la ONU no pudo o no quiso evitar porque los intereses económicos y el espejismo hacían creer que los resultados iban a ser diferentes. Guerras y no paz. Odios argumentados en uno y otro bando han sucedido al que en principio parecía destinado a ser el más justo, delicado y perfecto de una guerra. Incluso la Iglesia católica necesitaría un largo tiempo para ese vuelco prodigioso y admirable que significa el Concilio Vaticano II.

Estamos en presencia de uno de los grandes problemas de nuestro tiempo: el establecimiento de la paz. En un libro breve y profundo el Papa Francisco nos ha recordado a todos, cristianos o no, esa interdependencia entre el amor y la alegría. La ONU tenía y ahora tiene con más rigor una obligación: buscar y hallar las metas para el entendimiento que rescate a los infelices de diversos credos de la violencia. Debemos tornar los ojos a Jerusalén devolviéndole el contenido de la paz. Paz que solo puede llegar si se respetan los valores naturales de la persona humana.