Opinión

Manos

Compré en Viena las miniaturas en plata de las manos de Wolfgang Amadeus Mozart. Le brindo la idea comercial al equipo de propaganda de Pedro Sánchez. Las manos de Sánchez en oro, plata, alpaca y bronce. De ofrecerse en las joyerías, con gran esfuerzo me decantaría por las de plata. De siempre he sido aficionado a coleccionar belleza. Las manos de Rubinstein eran prodigiosas, y según mi particular memoria histórica, mas bellas que las de Sánchez. «Si dejo de tocar el piano un día, lo noto yo; dos días, y lo notan los críticos y los entendidos; tres días, y lo nota el público». Sus dedos eran de acero, largos, interminables. También el padre jesuíta Ramón Ceñal movía unas manos bendecidas por Dios. Místico, traductor de Kant, con su vieja sotana y sus grandes zapatones. Le asesinaron a cuatro de sus hermanos, el menor de 9 años, ante su madre. Los milicianos, claro. Jamás una palabra de rencor. Bendecía su dolor y sus heridas. Manos de hurgar los pliegues del paisaje de San Juan de la Cruz y Santa Teresa. Claro, que las manos de Mozart que compré en Viena pueden ser las de cualquiera. El índice, el corazón y el anular parecen gordezuelos. Como las manos del maestro Ibarbia, el inolvidable director de la orquesta de TVE que amenizaba en directo los programas de espectáculos. «Noches del Sábado», en blanco y negro. Actuaba un tipo muy raro que se hacía llamar Dimitri. La censura estuvo torpe. Dimitri llevaba unos ajustadísimos pololos de seda y mostraba un descomunal paquete. Su número consistía en subir por una escalera haciendo el pino, sin ayudarse con las manos. Tenía un cuello ancho y musculado. El maestro Ibarbia, con la batuta en la mano derecha –no es ironía ni metáfora picante–, ordenaba a los profesores de percusión de la orquesta suaves redobles de tambor, y cada vez que Dimitri ascendía un peldaño, su mano señalaba a los platillos el turno de estruendo. Se emocionó tanto el maestro Ibarbia con la habilidad y fuerza de Dimitri, que no reparó en una evidencia incuestionable. Dimitri había alcanzado la cumbre de la escalera, pero el maestro siguió ordenando el redoble, y Dimitri procedió a un último esfuerzo muelle. Y no encontró peldaño. Se topó con el vacío y cayó de cabeza contra el suelo del estudio. Se cortó la emisión. Para mí que falleció en el acto, por culpa de la mano emocionada del maestro Ibarbia que ordenó redoblar tambores cuando los tambores habían cumplido sobradamente con su deber.

En una grabación que ocupó toda la atención en las redes sociales, se advierte la llegada de Pedro Sánchez a un centro de inmigrantes. Una mujer le tiende la mano, y Pedro Sánchez se la estrecha sin detenerse. Dobla la esquina, Sánchez se mira la mano, quizá húmeda del sudor de la inmigrante, y con gesto de fastidio se la mete en el bolsillo y se la seca. Lo contrario que las manos, afiladísimas, fuertes y benefactoras de la Madre Teresa, que entraban en las llagas y las heridas malolientes de sus leprosos en Calcuta, y lo hacían mientras correspondía con una sonrisa y una caricia a la última mirada de sus enfermos. Manos, manos y manos. Las manos del legionario español que sostiene en sus brazos el cuerpo herido y rescatado de un niño en Bosnia, y la mano derecha de Yeltsyn pellizcando el trasero de su ministra de Transportes en los momentos previos a la reunión de su Gobierno.

Manos tan expresivas como la voz, tan elocuentes como la palabra. Manos de artistas y manos groseras. Manos aún más decididas que las inmortalizadas en el avión de Pedro Sánchez, manos que merecen el oro, la plata, la alpaca o el bronce de la obra de arte sobre peana de metacrilato para coleccionistas de sueños y disparates.