Opinión
Atropellados
Desde que me rompí un pie vivo atropellando o atropellada. Cinco semanas en silla de ruedas fueron suficientes para llevarme por delante unos cuantos trozos de pared, dos esquinas de puertas y seis pelotas de mi perra. Pero cuando comencé con las muletas, luego con una muleta, y luego cojita, pasé a ser atropellada continuamente. También pasé a entender a los mayores y a todos los vulnerables.
La calle, la peatonal, es una jungla ciega. No miran, no miramos. Corremos por las aceras, por las vías, por el metro, por todas partes con los sentidos obturados por las tecnologías y la mala educación. Ejemplo: los móviles, vamos hablando o mirando mensajes por la calle tan ricamente, a veces, incluso, a grito pelado y poco ricamente. Si la cosa es de lectura no podemos ver al que viene de frente, pero eso sí, lo sentimos. Hemos desarrollado una antena captadora de seres humanos que nos permite no chocar frontalmente. Los choques son de escorzo, más o menos.
Los auriculares con música a todo volumen nos hacen sordos; si además vamos sintiendo el rap en plena amígdala cerebral, tampoco vemos. Del olfato y el gusto ni hablo. Apenas nadie observa a nadie. Se ha vuelto tan gigantesco nuestro ombligo que nos hace de antifaz. Los niños tampoco miran, ellos gritan y juegan, pero como los padres no están atentos, los pequeños también atropellan. De los mochileros ni hablemos, son como jorobados sin conciencia, te dan con la joroba llena, y ni un perdón. De modo que para los vulnerables, la calle es una selva. Yo, ya sin escayola, he sido atropellada dos veces, con sendos jodidos esguinces. Ahora entiendo a los abuelos y su bastón en ristre.
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