Opinión
Símbolos
El escritor polaco Alfred Korzybski pensaba que los logros del hombre descansan sobre el uso de símbolos y son estos los que nos gobiernan. La sociedad necesita héroes, también símbolos, pero deben ser innatos, surgidos de una espontaneidad natural, no nacer manufacturados.
No sé si en algún momento Juana Rivas o Ahed Tamimi, símbolo de la resistencia palestina al estar encarcelada ocho meses por abofetear a un soldado israelí, han emulado al Howard Roark de «El Manantial» de Ayn Rand diciendo aquello de «no quiero ser símbolo de nada. Soy nada más que yo mismo». Quizá el ruido externo les ha ensordecido, privándoles del silencio necesario para pensar algo como propio.
Convertir a alguien en símbolo de un movimiento o una ideología tiene sus riesgos, sobre todo si quien lo crea lo hace en pro de unos intereses que le son propios. Los símbolos esconden más de lo que parece a simple vista, y no siempre es bueno. Su destino puede terminar en tragedia porque suelen pagar el precio más alto por haber sido convertidos en símbolos, mientras las ganancias se las llevan otros, que han tenido la habilidad de moverse entre sombras. Son símbolos convertidos en ídolos con pies de barro y ni siquiera son conscientes hasta que sufren las consecuencias en piel propia, nunca en la ajena. Con la valentía ocurre como con la generosidad, es fácil ejercerla con el esfuerzo de otros. «Aquello era también un símbolo del mundo; las cosas grandes, las ideas puras y bellas, andaban confundidas con la prosa y la falsedad y la maldad, y no había modo de separarlas». Lo escribió Leopoldo Alas en 1885, en «La Regenta». Simbólico.
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