Opinión
Ízaro, frailes y traineras
La isla, o islote de Ízaro, mucho más pequeño y desapacible que la parcela de los Iglesias en Galapagar, fue causa de disputas entre tres poblaciones costeras vizcaínas. Bermeo, Mundaca y Elanchove. Se cuenta, más cerca de la fantasía que de la realidad, que se disputó la primera regata de traineras entre los pescadores de ballenas de Bermeo y los de Mundaca, con las autoridades de Elanchove como árbitros, para determinar a qué municipio pertenecía. Y que ganó Bermeo. No es cierto, aunque está bien contado. Bermeo jamás compitió por la propiedad de Ízaro porque siempre fue bermeana. También se dice que a finales del siglo XVI fue invadida por la flota de Sir Francis Drake, el temido pirata inglés. Drake no se jugaba el bigote por un trozo de rocas sin valor alguno, y menos aún cuando se dice que ataca Ízaro, tres años más tarde de su fallecimiento. Si es cierto que en Ízaro se instaló una comunidad de padres franciscanos, que participaban en los oficios religiosos demandados por Bermeo, Mundaca y Elanchove. Y que uno de ellos, se enamoró como un cadete de una guapísima rubia del mar de los vascos. Él embarcaba en un pequeño bote y seguía el rumbo que le marcaba ella con un farol desde la costa. Y hacían el amor, indistintamente, en Bermeo, Mundaca o Elanchove. El padre de ella supo de las relaciones pecaminosas, arrebató el farol a su hija, y el jueves al anochecer – el jueves era el día elegido para el amor-, guió al apasionado y tórrido fraile hasta una zona rocosa. El bote encalló, y el fraile enamorado se ahogó. Al día siguiente, ella apareció ahogada en el mismo lugar del engaño. Y una semana después, el padre se quitó la vida. La cantidad de desgracias familiares que se han producido a lo largo de la historia por culpa de los padres que no permitían a sus hijas proceder al quiqui o al fornicio a edades más que saludables.
En las costas del Cantábrico abundan los castilletes balleneros. Desde el Jaizquíbel de Fuenterrabía a Pasajes, a los enclaves en Vizcaya, La Montaña, Asturias y Galicia. Ballena avistada, y las valientes traineras que partían de los puertos para ser capturadas por los largos arpones de los pescadores norteños. Y de ahí, del riesgo, el sudor, la vida y la muerte de los balleneros nacieron las regatas de traineras, pasión del Cantábrico.
Por influencia de la nostalgia, mi trainera es la de Orio, con sus remeros bogando y ciando de amarillo. Un amarillo macho, no el amarillo cobarde de los caguetas. Y de rosa los de Pasajes de San Juan, de morado los de Pasajes de San Pedro, de verde los de Fuenterrabía, de blanco los de San Sebastián, de azul los de Lasarte, y las traineras vizcaínas, y las cántabras, con Pedreña, Castro y el Astillero. Pero salvo gloriosas excepciones y períodos limitados, las más gloriosas traineras son guipuzcoanas y la regata por definición y prestigio, la de la Concha en San Sebastián, que se celebra en dos mañanas de domingo de septiembre. Centenares de miles de aficionados abarrotando los prados y púlpitos de Igueldo, Urgull, Santa Clara y todo el paseo de La Concha. Y centenares de embarcaciones . El deporte macho, bronco y heroico de los remeros de traineras en la bahía maravillosa y su salida, barra hacia el norte, a la mar abierta, que a veces parece milagro que las traineras aparezcan sobre la fuerza altiva de la ola.
Domingo de regatas. Los vascos –cuando yo era niño-, se jugaban hasta los colchones de sus casas. Y se apostaban las casas, ya sin colchones. Millones de euros sobrevuelan el paisaje del prodigio de las traineras entrando de vuelta en la bahía con centenares de sirenas animando sus últimos esfuerzos. Cuando yo era niño, era Franco, desde el Azor el que entregaba la Bandera –es el premio–, al patrón y remeros de la trainera victoriosa. Le aplaudían mucho los que abarrotaban los barcos que rodeaban al Azor. Ningún problema.
Pero aquello tenía también la tristeza y la melancolía de los últimos días. El sueño extinguido. El retorno a Madrid, el abrazo a la rutina.
Ízaro, frailes, novias, padres celosos y traineras de Orio.
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