Opinión

Trigo raro

Hablaba con un amigo de las costumbres y de cada sitio. De las tradiciones. Y me decía –es sevillano–, que en Andalucía imperan todavía los celos masculinos que rozan la enfermedad. –Yo los tengo. Antes de casarme con mi mujer, tinté de negro la luna del asiento delantero de mi coche, para que no la vieran ni desearan. Ahora me importa menos que la miren, pero si me la tocan, mato-. Llegó ella y llevé mis manos a la espalda, por si acaso.

Rafael de León, marqués del Valle de la Reina y conde de Gómara, extraordinario poeta sevillano, homosexual sonoro pero no salido del armario, es el autor de todos los romances que canta Andalucía. Entre dos marqueses, el del Valle de la Reina, y Fernando Villalón, de Miraflores de los Ángeles, la poesía popular andaluza ha llenado el vacío que no pudieron cubrir los cantares del pueblo llano. Y recordaba un poema de Rafael de León, «Trigo Limpio», que a estas alturas del siglo XXI ha perdido todo su significado y seriedad, exceptuando más de una excepción andaluza. Hoy, el poema se titularía «Trigo Raro», porque ¡vaya con los celos!

«Maria Manuela... ¿Me escuchas?/ Yo, de vestios, no entiendo;/ pero... ¿te gusta de veras/ ese que te estás poniendo?/ Tan fino, tan transparente,/ tan escaso y tan señío/ que, a lo mejó, por la calle/ te vas a morí de frío./ Ponte er der cuello serrao/ que te está de maravilla,/ y que te llega a dos cuartas/ por bajo de la rodilla./ ¡Ni más carmín, ni más cremas/Ni más tintes en er pelo!/ ¡No te aguanto más colores/ que los que te puso el Sielo!/ ¡Se acabó enseñá las piernas/ y los brasos y el escote!/ ¡Y el rostro no te lo pintes/ ni aunque te sarga er bigote!/ Ni más sapatos de Gilda,/ ni más turbantes de raso;/ para presumí, te sobra/ con cogerte de mi braso./ Y, como un día te vea/ que ensiendes un sigarrillo,/ vas a echá, sentrañas mías/ el humo por los tobillos./ No quiero que me pregunten:/–Esa gachona, ¿quién és?/ ¿Una... secretaria de esas/ que beben champán fransé?–/ Ni tú eres mujé moderna/ ni quiero que lo aparentes.../ Que yo te prefiero antigua/ y oliendo a mujé desente./ ¡Que con er triguito limpio/ todo er mundo te compare!/ Que por defuera y por dentro,/¡ te parezcas a mi mare!/ Se conforma, mi niña/ con un vestío,/ y le basta y le sobra/ con un marío».

Paso por hondas melancolías. Pierdo mis paisajes de verdes enfrentados, y llega el momento de la vuelta a Madrid. Los coches, las manifestaciones, los ruidos, las prisas y esa obligación extraña que obliga a acudir a lugares perfectamente innecesarios. Me ha consolado la tristeza la charla con mi amigo sevillano y el poema de Rafael de León, al que reducido, le puso música el maestro Quintero. Un marido así es para ponerle los cuernos al día siguiente de la ceremonia de boda. No cuernos al uso, pitones de un miura, un victorino o un viejo y ya desaparecido urquijo, de los que Carlos Urquijo de Federico criaba en «Juan Gómez», a la vera de Sevilla.

Después de una copa, la mujer de mi amigo, que no llevaba cuello cerrado, ni una falda dos cuartas por debajo de la rodilla, teñida de rubio, exhibiendo sus piernas interminables, abierta de escote, fumadora, creo que bebedora de champán, y según angustiada confesión de mi amigo, nada parecida a su madre, me dio un beso y se largó. –No sé lo que hace mi mujer a estas horas y las prisas que lleva–.

Después de leer el poema a Maria Manuela, el Trigo Limpio de Rafael de León, alcanzo a comprender que estamos algo mejor que en aquellos tiempos. ¡Pobres mujeres aquellas! Sólo con un vestido y con un marido más moro, en el buen sentido de la expresión, que el tatarabuelo de Abdelkrim. Se acabó lo bueno.