Opinión

Impudicia

Llegó Papi al gran salón donde se celebran los Consejos de Ministros, y se encontró con la sorpresa. Las niñas le habían dejado un recado en un papel. Papi leyó los mensajes, y ordenó que enviaran la muestra a Soledad Gallego Díaz, la directora del diario «El País», que es muy niñera y disfruta con las travesuras de los pequeñuelos, en el caso que nos ocupa, pequeñuelas. Lo que era un mensaje privado se convirtió en un cachondeo público.

He analizado con un antiplagio el mensaje de solidaridad con Papi de sus hijas y he llegado a una penosa conclusión. Una de ellas le copia a la otra. El plagio ha saltado de generación. Las pruebas son irrefutables. Cada una de las niñas dibuja tres corazoncitos. Uno de mayor tamaño, y dos más chiquititos, más de sus edades. Estoy en condiciones de asegurar, gracias a mis frágiles, livianos y líquidos conocimientos grafológicos, que los seis corazoncitos han sido dibujados por la misma mano. Una de las niñas se ha atribuido la autoría de unos dibujos ajenos. Del mismo modo, que las «oes» y «haches» coinciden también en los trazos. Para mí, que ha sido sólo una de las niñas, la más inquieta, la autora del mensaje que tanto ha emocionado en «El País», mientras que a la otra se le pegaron las sábanas y delegó en su hermana la solidaridad con Papi. Resulta extraña la ausencia de firmas en el histórico papel. Y el escaso interés de sus mensajes, que huyen de la inmortalidad. Se trata de mensajes de sencilla creación. «Hola. Soy yo y te quiero mucho, Papi», y «te quiero y mola mucho».

Considero que hacer público un mensaje privado de hijas a un padre es impúdico. La privacidad del menor también atiende la intimidad de la comunicación entre un padre y unas hijas. Su publicación se interpreta como una transgresión de los límites aceptados. Más aún, si las redes sociales se han apoderado de su imagen y textos. No me considero con derecho a conocer las intimidades de los Sánchez Gómez, del doctor, de la licenciada y de las niñas. Menos mal que se dirigen a su padre con el diminutivo cariñoso de «Papi». Supongamos, que es mucho suponer, que por costumbre familiar, en lugar de «Papi» le dicen «Papuchín», «Papuchi» o «Papichón». El escándalo sería imparable. Conozco casos muy dolorosos al respecto. La madre de un amigo, a la que todos conocíamos por Teresa, nos ocultó durante mucho tiempo que en su casa, en la estricta intimidad, su marido se dirigía a ella como «Lucerito». Un día leí que un mercancías se había llevado por delante en la estación de Zumárraga a nuestro amigo. No soportó que supiéramos el secreto mejor guardado de su casa. Que su padre le decía a su madre «Lucerito». Fue un acto digno el de su suicidio, y en el funeral celebrado en la parroquia del Antiguo de San Sebastián, el oficiante matizó la responsabilidad del suicida atendiendo la excepcionalidad de su agobiante y cotidiana vergüenza. «Cuando un hijo pasa años y años oyendo como su “Aitá” llama a su “Amá” ”Lucerito”, el suicidio es la única solución de descanso». Lo curioso es que el padre, causante del estropicio, oía la prédica como si la cosa no fuera con él.

En resumen. Las intimidades de los niños no se hacen públicas, y menos aún, si son intimidades de muy escaso interés. Los niños no pueden acceder al salón de Consejos ni usar papel timbrado reservado al Gobierno. Se perdona porque los niños son así. Pero queda claro, analizado el texto y los corazoncitos, que ha existido plagio. Las costumbres y los vicios se heredan. Una de las niñas ha plagiado a la otra, y lo que habría quedado en la cáscara de nuez de la privacidad familiar, se ha extendido de manera imparable. A mí, personalmente, los mensajes a «Papi» de las hijas del doctor con freno y marcha atrás me han emocionado. He sido padre y soy abuelo. Conozco el paño. Pero hacerlos públicos mediante orden a la Celaá se me antoja impúdico tanto aquí como en Fernando Poó, Aguilar de Campoó, o Santiesteban de Oraá. Mas respeto a la infanciaá, joeé.