Opinión
Malos hábitos, viejas costumbres
Una de las funciones fundamentales de la enseñanza universitaria es ejercer la crítica sobre las tradicionales ciencias, técnicas y humanidades y producir investigación en todos sus ámbitos. La universidad debería ser progresista, renovadora y contemplar con esperanza su futuro. Pero todos estos buenos propósitos resultarían inútiles si la institución que se entiende como una de las piezas esenciales para formar a las futuras minorías dirigentes no fuera capaz de ejercer también una eficaz autocrítica. El tema universitario se ha politizado mucho en las últimas semanas y no pretendo echar más leña a un fuego moralmente impresentable. Cuando llegué a la Universidad tras lo que entonces se denominaba examen de estado, la institución soportaba aún las secuelas de depuraciones políticas más o menos cruentas que diezmaron a los enseñantes y obligaron a cubrir sus ausencias aprisa y corriendo con mediocridades, salvo excepciones y que continuaron durante años. Pero el profesorado se reproduce todavía hoy mediante mecanismos viciados en los que priva la endogamia, célula maligna. En los orígenes de mi docencia los profesores podíamos ser ayudantes de clases prácticas (sin remuneración), adjuntos con contrato renovado cada tres años (se realizaba una oposición en el seno de la misma Facultad, sin adquirir la categoría de funcionario y con sueldos que obligaban a multiplicar los trabajos externos) y catedráticos, que gozaban de derechos y sueldos mediocres, aunque participasen en toda suerte de gabelas. Alrededor de las escasas cátedras se organizaba la débil estructura docente e investigadora. Los estudiantes eran poco numerosos y procedían de la burguesía o profesiones liberales en su inmensa mayoría. Existían escasos centros universitarios y no en todos ellos se podían cursar todas las especialidades.
Desde aquel lejano entonces la Universidad –organismo vivo– ha soportado múltiples cambios y variaciones: el exagerado incremento de Universidades (cada pequeña ciudad ha creado la suya); un exponencial crecimiento de alumnos durante el desarrollismo o el plan Bolonia –que nos ligaba a la UE– materializada en el curso 2010-2011, con una reorganización de la gestión que conllevó más burocratización y degradación de controles. La débil situación de la medieval institución, con medios limitados, se vio abocada a competir con las universidades europeas y desde 2007 a la búsqueda de un intercambio estudiantil que nunca se produjo. Se limita todavía hoy a un escuálido 3%. Para edulcorarlo se idearon los Erasmus, con escasos medios que sufragaron en parte los propios padres. Tales transformaciones vinieron acompañadas, en la crisis económica, entre 2000 y 2015, con una disminución de 1.000 millones de euros (me refiero a las universidades públicas). El plan Bolonia fue aceptado por 30 estados europeos en 1999, aunque se alcanzaron los 46 en el Espacio Europeo de Educación Superior. Ello supuso para nuestras universidades, que habían elegido el sistema germánico frente al anglosajón, una auténtica revolución. La Ordenación de Enseñanzas Universitarias sustituyó las tradicionales licenciaturas, por el Grado, Master y Doctorado, que comenzaron a implantarse durante el curso 2008-2009. Además del Consejo de Universidades se incrementaron las siempre discutidas comisiones de expertos y se creó la ANECA (Agencia Nacional de la Evaluación de la Calidad y Acreditación), incapaz, por sus escasos medios, de controlar la actividad docente e investigadora. La multiplicación de alumnos supuso que éstos acabaran, con suerte, de camareros o en países extranjeros. Costeamos, pues, una educación de la que otros se aprovechan, mientras las frustraciones siguen multiplicándose en nuestra juventud, víctima de un sistema de enseñanza falto de oxígeno económico. Aquella lejana Universidad de mi juventud poco tiene que ver por fortuna con la de hoy. Los sistemas informáticos y la creatividad propia y ajena han remodelado las especialidades. Los estudiantes reciben más atenciones, un campo virtual por asignatura, y son más exigentes, aunque menos críticos y exageradamente especializados. Pero todo ello deriva de un plan educativo poco eficiente a todos los niveles, desde el preescolar a una enseñanza profesional mal organizada y minusvalorada. Reducir el número de universidades, especializarlas y derivar a los estudiantes hacia ámbitos ilusionantes no universitarios evitaría el innecesario gasto de graduados que multiplican masters innecesarios y mejorar una evaluación continua precisada de mayor número de profesores bien preparados. Los salarios de los docentes descendieron un 20% en los últimos años y han regresado –y hasta multiplicado por la puerta de atrás– aquellos PNN que pretendíamos eliminar hace más de medio siglo. En 2015-16 aprobó un exagerado 78,25% del alumnado. Convendría exigir más exigencia y controles a organismos que complementan o derivan de los Departamentos y aprovechar mejor sus recursos. La Universidad ha heredado el vicio de la endogamia y escasos alicientes para una eficaz investigación. Pero sobre las espaldas del profesorado han caído reformas que escapan, por falta de medios, a todo control. Es imperdonable que tantos posibles docentes se hayan perdido en el camino y la mediocridad se asiente en las viejas y nuevas aulas. La política siempre estuvo y debe estar en el ámbito universitario, pero los gobiernos deberían mirar a lo lejos y administrar mejor los escasos recursos.
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