Opinión

El tololó-tololó

He sentido el hormigueo de ET cuando intentaba llegar a mi dulce hogar. Casi imposible. De Comillas a la calle de María de Molina con parada en el Landa de Burgos, tres horas y cuarenta y cinco minutos. Desde María de Molina a mi casa, en pleno Chamberí, dos horas y quince minutos. El paseo de la Castellana, la principal artería de Madrid, se hallaba cortado por la gilipollez buenista del Día de la Bicicleta. Para cruzar de la margen izquierda a la derecha, hay dos puentes. El de Serrano y Rubén Darío y el de Joaquín Costa. El de Serrano y Rubén Darío lo tenían clausurado un par de municipales chulos que impedían a los ciudadanos llegar a comer a sus domicilios. Probablemente, dos municipales sobrinos de Carmena o del concejal de Movilidad, que manda narices presumir de ese cargo en la ciudad de los atascos. En las plazas de La Castellana, los buenistas habían contratado a grupitos musicales, y los ciclistas se detenían para oír sus atroces composiciones. Todo cortado, desde la Plaza de Castilla hasta Atocha. Un guirigay de bocinazos y gritos. Un tímido señor que circulaba a mi lado al volante de un «Picasso», ha llamado a un policía «sicario de viejas» y ha recibido toda suerte de felicitaciones.

Una ciudad como Madrid no se puede detener por una frivolidad de este tipo. El Retiro puede albergar todos los días del año la Fiesta de la Bicicleta, del Patinete y del triciclo. La Casa de Campo, simultanear estas tres memeces con la Fiesta de los Caballistas y una exhibición de rebaños de ovejas. Y está el Parque del Oeste, menos sugerente para los ciclistas por sus fuertes desniveles. Pero clausurar la libre circulación de toda una ciudad como Madrid en beneficio de esos pelmazos supera las intenciones de una agresión. Para colmo, los municipales y los agentes de movilidad, hartos de ser consultados, regañados e insultados, no estaban para bromas. Uno de ellos, algo más amable y sincero que el resto de sus compañeros, se puso del lado de los ciudadanos apresados y no escatimó sinceridades: «Esto es lo único que saben hacer los sinvergüenzas de Podemos. Fastidiarnos a todos».

La señora Carmena, la imprescindible, puede sentirse satisfecha. Ha quebrado la libertad y los planes de millones de madrileños en beneficio de unos ciclistas que tienen escenarios maravillosos en Madrid para jugar a niños. También había niños jugando a padres. Y padres jugando a abuelos y abuelos disfrazados de nietos. Todo encantador. Pero el personal no estaba para bromas. Llevaba tiempo sin oir tantas imprecaciones, venablos, y procacidades en un tumulto madrileño. La Carmena era destinataria de casi todas las descalificaciones, y por primera vez en mi vida, no he salido en defensa de una mujer insultada. He contribuido con efervescencia a la indignación general.

Estas majaderías que se sacó de la manga Tierno Galván, y después Barranco, Sahagún, Álvarez del Manzano, Ana Botella, Alberto Ruiz Gallardón y ahora la bondadosa –es malísima– despeinada, tenían un principio y un final. Rompían la libertad de movimientos, pero la autoridad municipal colaboraba con los afligidos. De cuando en cuando, para permitir el cruce de La Castellana de miles de coches apresados, detenían el paso de los ciclistas y permitían un cierto desahogo. Estos de Podemos han conseguido irritar a todos, ciclistas y automovilistas, unos porque estaban a punto del infarto por hacer el imbécil sin límite de tiempo y a determinadas edades, y otros porque exigían un respeto a su libertad de movimientos en su ciudad. Una ciudad nada amable y cordial, un puto caos de iras acumuladas. Con las ganas que tenía de votar a Carmena en las próximas elecciones, creo que he cambiado mi intención de voto. Carmena es buena –es malísima-, y cordial, pero me paso sus cordialidades urbanas por el arco del triunfo, siempre que me quede arco y haya triunfado en algo en mi vida.

Esa bondad, esa cordialidad, ese ecologismo barato, esa estupidez colectiva, ese pedaleo, han conseguido que no vote a Carmena, con lo buena –es malísima–, que me parece y las ganas que tengo de jugar con ella al escondite, al parchís y al tololó-tololó. Del tololó-tololó escribire otro día.