Opinión
El temor a la nada
En el pasado se trató mucho de la nada. Incluso el filósofo de mayor enjundia a mitad del siglo pasado la interiorizó en su novela más representativa, «La Náusea», publicada en 1938, aunque sus efectos se prolongarían en décadas posteriores. Su autor, J.P. Sartre, fue un filósofo que escribió novelas y no un novelista que filosofaba. Parecía como si el relato se viera obligado a adentrarse en el fenómeno del ser y el personaje sintiera la necesidad de expresarlo en su evolución. La novela se inicia apuntando que «lo mejor sería escribir los acontecimientos día a día»; es decir, conduciéndonos hacia la confesionalidad del diario, parte de esa literatura del «yo» que, con distintas denominaciones, sigue invadiéndonos, porque los narradores destierran la imaginación, la «loca de la casa», pecadora desde sus orígenes, y eligen confesiones propias o derivadas de personajes que proceden de su experiencia. Más adelante su protagonista nos confesará que «la náusea no está en mí, la vuelvo a sentir allá abajo sobre el muro/.../ alrededor de mí». Mientras en España nos estábamos devorando de forma cainita – tarea en la que seguimos esforzándonos–, ahora con métodos menos cruentos, el filósofo se enfrascaba en una reflexión sobre la existencia que culminaría en una indagación sobre la nada. Antoine Roquetin, el protagonista, acabará escribiendo su libro, la novela que será la que el lector tiene en sus manos, una aventura, que estaría «au-dessus de l´existence», suma de tópicos que finaliza en este libro, en la náusea, con una frase aparentemente inocua: «Mañana lloverá sobre Bouville». Parece como si la lluvia tuviera que limpiarlo todo. Era la lluvia de un año de duro invierno, según relataron soldados españoles de ambos bandos en el frente. Frío, lluvia y nieve fueron también sus enemigos. Pero aquellos fenómenos metereológicos no son equivalentes a los que vivimos hace pocos días, a las puertas de una hecatombe anunciada para un lejano futuro, peor que el inocente diluvio bíblico.
Hasta el propio Trump ha acabado admitiendo que algo sucede con los fenómenos atmosféricos. Al gobierno socialista se le ha ocurrido encarecer el diésel, aunque sólo para los ciudadanos de a pie y no para quienes más lo consumen, profesionales de calles y carreteras. Nos dicen que por algo hay que empezar. También se eliminaron las bolsas de plástico, aunque sobreviven. Ahora no son ya los filósofos, tan faltos de credibilidad, ni los escritores, que ni siquiera consiguen vender sus libros, sino sesudos científicos cargados de estadísticas, especialistas, gurúes inciertos de hoy. Se nos advierte de que los hielos polares se derriten y de que los inviernos –lo podemos asegurar– son mucho más suaves. Recuerdo las nevadas barcelonesas de mi infancia y la ausencia de nieve en los últimos decenios. Plantas y animales desaparecen o se adaptan a una climatología benigna, cálida. Nuestra especie, como todas, finalizará en un ignorado agujero negro que habrá de engullirnos como aquel «Saturno devorando a sus hijos», de Goya. La filosofía de Sartre y de otros «existencialistas» se entendía como pesimista y, aunque conscientes de ello, ya no es el individuo sino el planeta quien nos arrastra hacia otra nada, en más largo plazo. Pero, arrastrados por el cortoplacismo político, nadie se atreve a tomar medidas que deberían retrasar en parte la catástrofe final. El mundo, dividido en países y en una ordenada clasificación de pobreza, se autodestruye en beneficio de pocos –y no son los automóviles los mayores culpables, sino la ganadería intensiva, plásticos, gases invernadero, petróleo, química y un largo etcétera, que obligaría con imaginación y sacrificios a dar marcha atrás. No sabemos cómo administrar la faz del planeta que nos alberga, ni cómo dejar de destruirlo aceleradamente para seguir habitándolo.
Un cierto temor a que sigamos colaborando en su ruina empieza a dejarse sentir, el miedo a que todo podría resultar en breve irreversible. Esta conciencia resulta más honda en los países desarrollados, porque la pobreza irremediable trata de salvarse en el mínimo vital. Todo nos conduce a una nada que poco tiene que ver, salvo el rasgo intuitivo, a la novela de Carmen Laforet, que eligió un título simbólico, atenta a las circunstancias de aquella pequeña burguesía catalana de postguerra condenada a otra forma de extinción. En 2040 los españoles seremos los seres más longevos del planeta, pero la destrucción del medio en el que nos moveremos se habrá incrementado. Un mundo que gira hacia el ultraconservadurismo, incapaz de renovarse, contempla su supervivencia a muy corto plazo y entiende que la solución es dejar correr el tiempo, pero el tiempo resulta un concepto fruto de nuestras mentes. Nuestra auténtica medida es otra estadística, la duración de la propia vida. El horizonte remoto anuncia la desaparición de cualquier signo de vida y de las coordenadas materiales que nos sustentan, a menos que un mundo paralelo reproduzca nuestras circunstancias, teoría harto discutible.
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