Opinión
Transversal
De un lado a otro, transversal, así puede entenderse la actualidad política, inexplicable si tan sólo la observamos en un solo país. El mundo no se expande, pero los principios que identificaban la civilización occidental se retraen y, si antes se propugnaba la internacionalización, hoy hemos de enfrentarnos a una compleja y aún no experimentada globalización. Fruto de este concepto, podríamos entender la complejidad del cambio político que acaba de producirse, por ejemplo, en Brasil, el país por sus recursos y población, más poderoso de Latinoamérica –nuestra segunda residencia– . El triunfo del ex-militar Jair Bolsonaro con respetable mayoría permite suponer que su ideario, próximo a una dictadura, no puede interpretarse como casual. Bolsonaro es miembro y ha sido catapultado por la Iglesia Universal del Reino de Dios; es decir, que su triunfo ha sido apoyado por una creencia que destaca en el mundo mágico brasileño frente al catolicismo. Su campaña electoral estuvo trufada de provocaciones y, a imitación de la de Trump, su paralelo, basada en las nuevas fórmulas de comunicación, ajenas a la prensa escrita, que ambos desprecian. No puede sorprendernos que Sergio Moro, juez del caso Lula –en prisión reforzada– sea propuesto como ministro de Justicia y el duro general Hamilton Mourao, vicepresidente ejecutivo. Pero el nuevo presidente, que tiene el Congreso en su contra, va difuminando aquellas propuestas electorales que estremecen. Quienes se beneficiaron de las reformas y del rescate de la extrema pobreza por parte de los gobiernos del Partido del Trabajo votaron también por un autoritarismo que defendía la minoría más poderosa. Tal vez lo hubieran hecho a favor de Lula, como pronosticaban las encuestas, pero la corrupción –lo sabemos bien en España– puede echar a rodar cualquier centrismo si lo fuere.
La derrota de Fernando Haddad, del PT, era previsible y hasta cantada, aunque hubiera sido inexplicable sin la transversalidad que se observa en la política occidental y que va desde Brasil y EE.UU., dos gigantes americanos, hasta países que antes formaron parte del ex-paraíso comunista, Polonia y Hungría, o una imprevisible Italia, tan marcados por el catolicismo e incluso protestantes, más rígidos en lo moral, como Gran Bretaña en el laberinto de su Brexit o Alemania, entre Verdes y neonazis, que han condenado el centrismo de Angela Merkel y su alianza con la socialdemocracia. También la derechización de Francia, a la espera de otras elecciones y el confuso Oriente Medio, contribuyen a ofrecer un panorama que coincide con un agotamiento del programa socialdemócrata, la remota Europa del bienestar, fruto del pasado siglo, cuyo modelo fueron los países nórdicos. Lanzados al liberalismo económico, estamos sufriendo una resaca que puede conducirnos hacia otra fórmula social inquietante, en la que se acentúan las desigualdades y la creciente pobreza pretende corregirse de nuevo con la beneficencia, lo que nuestros antepasados entendían como caridad. La acumulación de capital en pocas manos, instrumentadas por la Banca, no es un fenómeno despreciable. No cabe extrañar, en consecuencia, que la Bolsa brasileña y los Bancos occidentales entiendan que el triunfo de Bolsonaro les resulte beneficioso y la consagren con el verde esperanza. Porque la transversalidad no se reduce a lo político y social, sino que traduce el trasfondo económico que convierte el mundo occidental –y sus naciones– en una unidad de destino y mercado.
Algunos entenderán que ello es consecuencia de la decadencia socialdemócrata, pero ello supondría una observación parcial. Desaparecido el ogro comunista, el liberalismo desatado no observa a su alrededor contrapesos de poder y la sociedad del siglo XXI está diferenciándose de la del siglo anterior. Desaparecen clases sociales, como la obrera, y en consecuencia los sindicatos u otras asociaciones se sienten desplazadas. A ello ha contribuido la radical transformación tecnológica. Aquellas complejas instalaciones en las que se procesaba la información a mediados del pasado siglo han sido sustituidas por el ordenador portátil, que supera con mucho las fichas perforadas. Vamos hacia una robotización que inclinará todavía más la balanza y nuestras sociedades deberán vencer la competencia, ya perceptible, de las orientales. EE.UU. hace ya años que mira hacia el Pacífico y menosprecia el atlantismo y no digamos lo que entendíamos como clave de nuestra civilización, los países ribereños del Mediterráneo. La cultura dominante ya no es la clásica. Mi generación se formó aún en el latín y el griego, reducidas definitivamente a lenguas muertas. El francés, antes universal, ha sido sustituido por un inglés dominante y la demanda de los estudios de chino se incrementa. Japón o Corea son líderes en tecnología digital. La transversalidad significa una de las patas de la globalización. Nuestras sociedades, escasas de ideales, aspiran a proyectarse en líderes fuertes, poco amigos de ambigüedades. Todo ello es fruto del desconcierto ideológico, de un cambio de siglo y de generaciones, de estructuras morales, de una economía agobiante, de una transición hacia lo desconocido: un futuro poco atractivo. El descontento se inclina a la simplificación, el postfascismo.
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