Opinión
Jamón
Un rebaño de animalistas bastante sucios se ha manifestado en la Carrera de San Jerónimo de Madrid ante el Museo del Jamón. «El jamón es cerdo muerto», que ése era el mensaje. Mensaje inteligente, profundo, definitivo. «El aborto es niño indefenso asesinado» les gusta menos. No obstante, hay que reconocer la hondura de su mensaje. Me gusta mucho el jamón, el ibérico, el serrano, el de Parma, el de Bayona y el de York. Jamás me figuré que esas maravillas provenían del cerdo. Desde la inocencia reconozco mi ignorancia. De siempre he creído que el jamón era un fruto más de la tierra, como las patatas, las zanahorias o los pimientos. Cuando viajo por tren o carretera y veo una porción de tierra que está siendo recolectada, pienso que están recogiendo jamones. Bueno ahora no, pero lo pensaba. A mis años, es terrible toparse con una realidad tan estremecedora. He comido y disfrutado desde mi infancia muchos kilogramos de todos los tipos de jamones existentes en el mercado ignorando que mi placer gastronómico era una parte de un cerdo muerto. Inaceptable. Desayuno habitualmente huevos fritos con «bacon», que es la panzeta de un cerdo muerto. En muchas ocasiones, para alegrar el sabor de la tortilla francesa, he pedido en los restaurantes que ofrecen platos normales tortilla de jamón. Sabiendo que la trucha es un pescado de río, un pobre pez de río –y ruego ser perdonado por ello–, he disfrutado comiéndolas con una loncha de jamón en su interior. Para engrandecer la costumbre del aperitivo, he solicitado en muchos establecimientos un plato de jamón en tacos, que me sabe mejor que en virutas. Y cuando me siento gastroenterítico y suelto de correntías, soluciono mi problema con jamón de York –al que los horteras conocen por «jamonyor»–, y arroz blanco, que ése sí me aseguran que es producto de la tierra. Y ahora me entero con pasmo y vergüenza, que el chorizo, el lomo, el lacón, el salchichón y demás delicias que uno creía recolectadas en los campos de España, también son de cerdo muerto. Como para miccionar y no echar gota. Me pinchan y no sangro. Toda una vida sometido a la brutalidad de comer cerdo muerto. Les aseguro que no lo sabía y a partir de hoy hago pública mi renuncia culinaria. Me nutriré de proteínas con filetes de ternera, siempre que no sean de ternera muerta, con colas de cigalas, cuando me aseguren que la cigala que me ofrece su cuerpo no ha fallecido y vive tranquilamente en las costas de Huelva o de Galicia, o de pechugas y patas de pollos vivos. Pero jamás volveré a comer jamón después de conocer la dura evidencia que han denunciado los heroicos manifestantes de la Carrera de San Jerónimo. Que todo aquel que coma jamón lo hace a sabiendas de que está degustando una parte de un cerdo muerto. Tonterías y salvajadas, ni una, faltaría más.
No perdono que me hayan engañado durante todo mi paso existencial sobre la tierra de un planeta tan conflictivo y áspero. También renuncio al atún, las sardinas, los berberechos y las anchoas en conserva, porque es de lógica pensar que son atunes, sardinas, berberechos y anchoas previamente fallecidos a su adaptación a la lata, con abre fácil, o con abre difícil, que eso ya no cuenta. Viviré – mas limpio y aseado, eso sí–, como los manifestantes de la Carrera de San Jerónimo, exclusivamente alimentados de espárragos, tomates, garbanzos, alubias, plátanos y naranjas. Un aburrimiento, pero simultáneamente, un homenaje a los santos animales que sufren la perversidad del ser humano.
A partir de ahora, en lugar de ofrecer cerdo muerto en mi mesa, sentaré a un cerdo en ella, para compartir charlas y experiencias. Es decir, que no puedo sentar a todos los manifestantes, pero uno a uno, siempre que pasen con anterioridad por la ducha, encantado de recibirlos. Me va a salir el pienso compuesto por un ojo de la cara, pero el progreso y el amor por los animales hacen merecer el esfuerzo económico.
Es horrible enterarse de estas cosas en el tramo final de la vida.
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