Opinión
Mimo y cautela
Hay que mimar el lenguaje y ser cauteloso en su uso. Después de leer las declaraciones de Julia Otero pronunciadas en un programa que, según me cuentan, se llama «El Hormiguero», no he logrado conciliar el sueño. Julia Otero se ha reconocido como un mito erótico. Me atengo a la transcripción textual: «Sé que sigo siendo un mito erótico». Bien, nada que objetar. Yo también me lo creo. Sea recordada y reverenciada la imagen de mi salto desde la palanca-trampolín de la piscina del Real Club de Tenis de San Sebastián con mi traje de baño color mandarina. Elegí para ello el salto del ángel, consistente en impulsarse hacia arriba con la mirada en las nubes y los brazos abiertos, y ya en el proceso de inevitable descenso como consecuencia de la ley de la gravedad, (Isaac Newton), ahormar el cuerpo en el aire y entrar en el agua como un clavo sin apenas alborotar espumas. Quien haya intentado y cumplido semejante hazaña, está en su derecho de saberse hasta el último suspiro un mito erótico. Pero no es el caso de Julia Otero, y lo lamento por ella. Julia Otero no ha practicado jamás el salto del trampolín, porque su vocación ha sido adversa a toda caída. Doña Julia, la erótica, se ha caracterizado más por su maña en el trepar que por su habilidad en el prolapso. Es más buganvilla que rama de sauce llorón, aunque ha llorado mucho en su agitada carrera radiofónica, siempre al servicio de los mismos y sin simular inclinaciones, lo cual honra su lealtad con la coherencia. Pensaba comentar, por respeto a mi noche en vela, la inmortal frase de doña Julia, pero temo que, de hacerlo, voy a terminar siendo objeto de citación, imputación y condena por parte del juez don Jaime Miralles Sangro, al que conozco desde la niñez, y que tampoco practicó los saltos desde el trampolín. Y ése detalle genera un resentimiento incurable hacia quien, como el que escribe, ha sustentado su éxito en la juventud con maravillosas mujeres por su gracilidad en el aire y su precisión en el encuentro con la superficie del agua.
Don Jaime Miralles Sangro, hermano de don Melchor e hijo de don Jaime Miralles Álvarez y doña Julia Sangro Torres – y por ende, sobrino en primer grado de los heroicos hermanos Miralles, monárquicos patriotas caídos en los primeros pasos de la Guerra Civil-, ha evolucionado hacia el feminismo podemita y ha condenado por una breve poesía festiva a indemnizar con 70.000 al autor y editor de la inocente composición dedicada a Irene Montero, condesa de Galapagar y baronesa de La Navata. En la sentencia utiliza una terminología áspera y ácida en la adjetivación. «Insultos, insidias y graves vejaciones machistas». Con todo mi respeto, una exageración desmedida, don Jaime, en quien debe tener la medida y el equilibrio siempre en sosiego. Y por ello, me he rajado de lo lindo. Si por hacer sonreír a costa de la simpática aristócrata de la presierra madrileña, don Jaime Miralles Sangro impone ese pedazo de multa, que vaya multa, por poner en duda el mito erótico de doña Julia Otero, la sanción judicial puede ser de órdago. Y como los Miralles, a los que conozco desde niños son personas bastante raras e imprevisibles, opto por el mimo y la cautela, y me entrego al elogio edulcorado por el temor a un empapelamiento de Primera Instancia.
En efecto, doña Julia, sigue siendo usted un mito erótico para millones de españoles. Y tiene una voz preciosa. Y es equilibrada. Y no se le nota de qué pie cojea. Pero sobre todo, si me lo permite, sueño con usted. Y no es cortejo machista ni proposición inoportuna. Se trata de un reconocimiento personal que enaltece la opinión que usted tiene de sí misma, lo cual impide la consideración de falta o delito de género. No me muevo por tiempos de sobranza económica para dedicarme a indemnizar a mujeres millonarias.
Reciba usted mi afecto y enhorabuena.
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