Opinión
Pastel de árbol
Pastel de árbol, árbol dulce, árbol de azúcar. El «Baumkuchen» –pronúnciese baumkujen–, uno de los grandes símbolos del gran restaurante de Madrid, de los pocos supervivientes. Me refiero a Horcher, el templo de la gastronomía alemana que estableció en Madrid hace 75 años Otto Horcher. De don Otto a Moppy, y de Moppy a Eli, Elisabeth Horcher, tercera generación. Lujo de la Villa y Corte. Siempre en su lugar, la calle de Alfonso XII, enfrentado al Retiro, con sus vitrinas de porcelanas vienesas, su armonía y buen gusto siempre mantenidos sin cambiar la estética del tiempo de la inauguración. Un día, siendo niño, mi padre nos llevó a Horcher a todos los hermanos –éramos diez–, y ahí comprendí la razón de su favoritismo. En Madrid estaban Jockey y el Club 31 del gran Clodoaldo Cortés, y El Príncipe de Viana de los Oyarbide, que aún no habían inaugurado el tercer grande de la Capital. Horcher, Jockey y Zalacaín.
Zalacaín se ha remozado. Sigue siendo un templo de la grandeza gastronómica, pero no me gusta su nueva decoración. Lo clásico no es lo viejo, sino lo que perdura. Y el clasicismo de Zalacaín ha sufrido una agresión visual. Cuando Jockey falleció, ya no era Jockey, sitio del buen gusto. Almohadones carmesíes y chorradas de decorador. De lo clásico a la casa de putas. Un decorador puede alcanzar las cercanías de la delincuencia. Y Zalacaín persiste con su gran calidad, pero no es aquel que fue porque le han operado mal los labios, como a tantas mujeres que pretenden embellecer y consiguen lo contrario.
Horcher sigue igual. Tan cimero en la cocina y tan agradable en su aspecto. No ha perdido su personalidad ni lo pretende. La sombra de Cristóbal es muy alargada, y su servicio mantiene el viejo señorío, como el de Zalacain, como el que se despidió de Jockey, como el del Club 31, y del maravilloso Príncipe de Viana, donde se comía como en la propia casa, siempre que en la propia casa se comiera de premio.
Aquello fue. Hoy, el único de los grandísimos que mantiene su calidad y su estética es Horcher. No le hace falta un decorador. Se gasta una tapicería y se cambia. Se deteriora un sillón, y se repone. No precisa de cursis revolucionarios de la decoración fría. Y su fondo de sabiduría gastronómica. La perdiz a la presa, el codillo, la hamburguesa, el «Steak Tartáre» y claro, de postre, el «Baumkuchen». Mi difunto padre, distraído, podía terminar con un «baumkuchen» en pocos minutos. Un mediodía con Don Juan y Javier Gil de Biedma, conde de Sepúlveda. También Santiago Muguiro, que vivía a la vera de «Horcher». Hablaban mientras mi padre se zampaba el «baumkuchen», el pastel de árbol. «Has convertido el árbol en arbusto», le advirtió Don Juan. Y terminó con el arbusto.
Para sostener, superando toda clase de dificultades, un restaurante como «Horcher» hay que sumar profesionalidad, simpatía, buen gusto y mucha clase. Momentos altos y momentos bajos, pujanzas y crisis económicas. Y siempre igual, que significa siempre mejor, la misma excelencia gastronómica, las mismas mesas, manteles, sillones, cortinas, figuras vienesas y almohadones para los pies femeninos. Y así, 75 años ininterrumpidos. Templo de Madrid.
Entiendo que mi recomendación a futuros visitantes y turistas a la Capital de España, puede resultar elitista y excesivamente exclusiva. Pero el que pueda permitirse el lujo, tiene que cenar en «Horcher», porque lo hará con el mismo ambiente de los tiempos de su fundación, con un servicio impecable y un aire de buena tradición y mejor gusto, que ya de por sí, alimenta.
Y después, venga lo que venga, a rematarlo con el «baumkuchen», el pastel de árbol, que lleva tres cuartos de siglo sin perder su frondosidad y su estilo. «Horcher» es como El Prado, el Thyssen, el Botánico, el Palacio Real, el Museo Naval, la Ermita de San Antonio, Las Descalzas, la Encarnación y el Bernabéu. Punto obligado del mejor Madrid. De mi sitio.
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