Opinión
Celofán
Tuve, en mi adolescencia, un amigo al que le pusieron el mote de «Celofán» porque era muy transparente. Se veía a tres leguas que era tonto. Competía con el «Gaviota», donostiarra, así llamado porque era tonto de lejos y de cerca idiota. Pero así como el «Gaviota» tenía su retranca y en ocasiones más conchas que un galápago, «Celofán» representaba la pura y total transparencia, y eso, que hoy se considera una virtud, lo hacía insoportable. En la política española, la transparencia se ha convertido en una exigencia inadmisible. Un político no puede ser transparente. El político que se precie tiene que ser turbio, desleal, borroso, confuso, velado e inextricable. Jamás votaría, ni voto, ni votaré a un político transparente.
La bondad y la transparencia cuentan con sus espacios reservados, pero no es la política uno de ellos. He conocido a muchos políticos, de todas las tendencias, y todos eran tinieblos. El tinieblo es el amante escondido y callado en Colombia. Me lo enseñó una colombiana maravillosa en mis tiempos de hombre irresistible. «Tengo marido y tinieblo». Una manera inteligente de parar los pies a un tercero, que determinaría una situación imposible de sobrellevar. Creo que era Tognazzi el actor de una película italiana «Demasiadas cuerdas para un violín», que retrataba a la perfección las angustias de un hombre casado, que a su vez tenía una amante, y la amante era engañada con una tercera mujer. Poco dado a adoptar precauciones amatorias, con las tres tenía hijos, y la Nochebuena marcaba su día más trágico de cada año. Cenaba pavo en las tres casas, y regalaba a sus mujeres e hijos lo mismo, porque era justo. Justo, pero nada transparente, porque mantuvo la situación durante muchos años. Sus tres hijos varones –uno de cada madre–, se llamaban Guiuseppe, y las tres niñas – una por casa–, Gabriella. Así no metía el remo en aguas procelosas.
Estábamos con la transparencia. La única decisión transparente que ha tomado esa calamidad de presumible ser humano que hoy nos gobierna ha sido la precipitada decisión de exiliar los huesos de Franco del Valle de los Caídos. Y, por ahora, le ha salido fatal. El resto de sus decisiones, pactos, acuerdos, cesiones y traiciones se han cumplido al amparo de las nubes. Y puede triunfar. Su triunfo sería la destrucción de España a cambio de una estancia permanente en La Moncloa con helicóptero a mano. Ignoro lo que haría gobernando desde la Moncloa un Estado hecho pedazos a su capricho y antojo, pero lo intentaría. Porque hay muchos tipos de político tenebroso y turbio, y uno de ellos, el modelo Sánchez, es el más peligroso. Es todo aquel que por pasarse en la turbiedad de sus acciones, se convierte en transparentemente nebuloso, en un tonto malo, no como «Celofán», que era un tonto de acrisoladas virtudes. El día de su cumpleaños, para ser felicitado, aparecía en la playa de Ondarreta con una tarta de «Garibay Tea Room» y un sobrecillo de velas.
Las plantaba en la superficie de chocolate, las encendía y le cantábamos el «Cumpleaños Feliz» mientras él sollozaba de gratitud y emoción.
Sánchez es tan mentiroso, osado, turbio, improvisador e inextricable, que ha convertido la nube de su personalidad en una transparencia cristalina. No ha aprendido la lección de Pío Cabanillas. «La mejor decisión de un político es no tomar decisiones y esperar acontecimientos». Esa asignatura la aprobó con sobresaliente Rajoy, y así nos ha ido. Esperó tanto que los acontecimientos han sido pavorosos. Entre ellos, facilitar la presidencia de Sánchez por no convocar elecciones generales cuando ya volaba barranco hacia abajo.
«Prometo a mis electores total transparencia». No es recomendable quien semejante falsedad emita. La política y la transparencia se toleran como el agua y el aceite. Los transparentes sobran. Especialmente los que por su excesiva turbiedad convierten la niebla en un cristal sin mancha alguna. Sánchez, por ejemplo.
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