Opinión

Venado y rehala

Las imágenes son estremecedoras. Los informativos de las cadenas de televisión y las redes sociales las han emitido con especial incordio. Y se comprende. Una escena terrible y desagradable. Un venado se hace fuerte en el borde de un barranco en una montería extremeña, y los perros de una rehala hacen por él. El venado se resiste, y dos perros se despeñan por el precipicio. La situación es grabada por un montero cuyo puesto está situado en el lado opuesto del barranco. Los perros, que están enseñados y entrenados, cumplen con su deber e insisten, y el venado cumple con el suyo defendiéndose con sus fuertes y afiladas cuernas. En un momento dado aparece un perrero, que también se juega la vida, y al intentar rematar a cuchillo al ciervo desencadena la catástrofe. Se despeñan hacia el lecho del barranco una docena de perros y el propio venado. La conclusión de los responsables de informativos y de una señora de Pacma que no tiene ni idea de lo que es la caza y lo que significa, no es otra que la más elemental e injusta. La montería es una tradición brutal y los monteros unos asesinos.

La escena que a todos, cazadores, no cazadores, partidarios de la caza y detractores nos ha estremecido y horrorizado, no es una escena de montería. Decía la señora de Pacma que una situación como la filmada es habitual en la caza. Nada más lejano a la realidad. Es un accidente. El resultado de un cúmulo de casualidades negativas que se reúnen en un punto concreto y de casi imposible repetición. Ante un pavoroso accidente de carretera, nadie está autorizado a opinar que todos los conductores de camiones son unos criminales. En la escena, no interviene ningún montero. Lo que sucedió es posible que se repita dentro de setenta años. No es una escena montera ni de caza. Es un accidente producido por la reunión malvada y caprichosa de un cúmulo de inoportunidades. El gran venado que escapa de los perros y se topa con un precipicio. Ahí se hace fuerte. Los perros que no desertan ante el peligro. La buena intención del perrero –que insisto, se juega la vida ante el venado acorralado y el vacío–, y provoca una reacción de los perros más al límite de lo normal. Y la catástrofe. He asistido, con arma y sin ella, a centenares de monterías, y jamás se ha desarrollado una escena de esa índole. Lo que ha escandalizado –y con razón– a millones de personas no forma parte de la normalidad ni de la excepcionalidad de una montería. Es una catástrofe, un accidente, un desastre que se produce una vez cada cien años. Los cazadores, los monteros, no son criminales. Gracias a ellos y a los propietarios de los cotos de caza y el buen hacer de las guarderías, España es uno de los paraísos cinegéticos del mundo. Y de la caza viven en nuestro país centenares de miles de familias, especialmente de Andalucía, Extremadura, Castilla-La Mancha, Castilla-León, Madrid, Asturias, La Montaña de Cantabria, La Rioja, Navarra y Valencia. La cultura de la caza, el respeto y la limpieza en su ejercicio se cumplen a rajatabla en el 99% de los casos, y una espeluznante escena aislada no puede determinar una desfiguración tan parcial e injusta de lo que es la caza y lo que son los cazadores.

Como en el caso de los toros, sólo gracias al tesón, la afición, los bolsillos y los sacrificios de los ganaderos de bravo, se mantienen en nuestras dehesas tan maravillosos animales. Lo mismo en la caza. Decenas de miles de puestos de trabajo fijos, la industria complementaria que la caza conlleva, y el sentido del honor y la deportividad de una abrumadora mayoría de cazadores justifica su vivencia y permanencia. Por una situación aislada y terriblemente desagradable, no se puede condenar a la montería española, atractivo primordial de cazadores de todo el mundo. El desgraciado suceso del barranco no es propio de la montería. Es propio de un accidente.