Opinión

Phileas Fogg

Marca tendencia el holograma del general Franco a cuenta de empeñosos exhumadores políticos y ello da pie al recordatorio de los discretos entendimientos a la gallega entre el franquismo y el castrismo, lazos que quiere reanudar el Presidente Sánchez en este viaje a Cuba, país con el que no tenemos ningún diferendo. Punto álgido se dio en los años 60 cuando Fidel en uno de sus interminables discursos televisados acusó a la Embajada española de activismo contrarrevolucionario, extravagancia premonitoria ya que entonces Castro no se había decantado por el comunismo. En su brevísima biblioteca de Pico Turquino el ecléctico jefe guerrillero no contaba, obviamente, con los tomazos de “El Capital” y sí con las obras completas de José Antonio Primo de Rivera, adelantado del fascismo español. Nuestro Embajador, Lojendio, irrumpió en el plató encarándose en directo con Fidel para desmentirle, impulso escasamente diplomático que provocó su declaración como “persona non grata”. La realidad (imposible de demostrar) fue que se daba un asunto de faldas entre el diplomático y el Comandante. Se cantó la testosterona de Lojendio, al que se promocionó, pese a su salida de pata de banco, y aquí Paz y después Gloria: prosiguieron las relaciones, el comercio, Iberia continuó volando a la isla, servimos de puente con el exilio cubano y miramos para otro lado ante las expropiaciones españolas impagadas. Enterrados sus restos en el Valle de Josafat algunos psiquiatras se atrevieron a la autopsia mental del dictador coincidiendo todos en que a la par de sucesos familiares Franco estuvo marcado tanto por el desastre del 98 como por las guerras marruecas y que junto a la amistad y cooperación hispano-estadounidense pervivía el secreto placer porque a EE.UU. le saliera un incordio en el culo. El comercio del franquismo con Cuba fue una pequeña demostración empírica de que el bloqueo devino en arma publicitaria más que la asfixia de manufacturas que el Régimen castrista no podía pagar, y menos con el declinante azúcar. Felipe González visitó Cuba como Presidente español y Vicesecretario de la Internacional Socialista para América Latina, y queda el recuerdo de las mulatas de Tropicana y el tostón fidelista de que Felipe tomara lo suyo como falsilla para los cambios en España. “No me des más monsergas” se quejaba González. Aznar viajó al socialismo con pachanga pero con motivo de una de las cumbres iberoamericanas. Apoteosis de las elecciones afectivas y las disparidades conflictivas se dio con la visita de Manuel Fraga a Cuba para visitar la que fuera casa de su padre, recibiendo honores de Jefe de Estado, y, un año después, el viaje de Fidel a Galicia para lo mismo (honrar la casa paterna) siendo acogido multitudinariamente con el hijo pródigo reencontrado. Fraga y Fidel acabaron con la fauna de cefalópodos, jugaron al dominó (perdiendo una cada cual) y por encima e sus arquetipos ideológicos sellaron un cordialísimo abrazo entre Cuba y España. Mucho después Zapatero, ya como ExPresidente, viajó a La Habana junto al que fue su ministro de Exteriores, Moratinos, se ignora para qué, excepto para hacerse la foto como credencial para su posterior culebrón venezolano como hombre bueno entre los opositores defenestrados y el dialogante autobusero Maduro. A la postre lo que figuraba en una agenda virtual era la visita de los Reyes a Cuba que daría lustre a este aún hipotético post-castrismo con el hermanísimo Raúl al frente del partido único, pero cabe maliciarse que en su reciente encuentro en Naciones Unidas entre Sánchez y el Presidente cubano Díaz-Canel (en libertad vigilada por el raulísmo) aquel se hubiera saltado el viaje real para su imprescindible proyección personal. La Moncloa no es el Reform Club (liberal) del que salía Phileas Fogg para su apostada vuelta al mundo en 80 días, pero el palacete pareciera haberse transmutado en Agencia de Viajes, lo que nunca estará de más salvo por la inusitada y acelerada frecuencia de los mismos. La comparación con la peripatésis internacional de anteriores Presidentes resulta epatante. La media da que durante el primer mandato priman los asuntos internos y a su final, o en el segundo, destaca la proyección exterior; eso que se llama “poner España en el mapa”. En cien días Sánchez ha visitado más países y sedes internacionales que cualquier antecesor. Reprocharle como gasto las millas aéreas que consume como Presidente es una tontuna porque la flota de respeto ha de volar con pasaje o sin él, pero es significativo que sin siquiera Presupuestos y con secesionismo rampante duerma tantas noches fuera. Ha dado más ruedas de Prensa en el extranjero que en España en el supuesto obsecuente de que loe place ser el primer Presidente en hablar inglés. Calvo Sotelo lo hablaba y, además de tocar el piano, poseía sobre su ingeniería una vasta cultura humanística. Precediendo a su enésimo aterrizaje Díaz Canel ha tachado de aberrante el bloqueo estadounidense de 1.996. No es un decreto presidencial: es la ley Helms-Burton, aprobada por el Congreso, que sanciona teóricamente el comercio con la isla. No es este el mejor momento para que Sánchez influya en el ánimo caritativo de Donald Trump, y por lo demás ya se sabe que en el comunicado final se hablará de las excelentes, y ciertas, relaciones mutuas. Como Phileas Fogg, viajando hacia el Sol naciente, Pedro Sánchez, ganará un día, un solo día de publicidad añadida, hasta que lluevan las elecciones.