Opinión
El arte de quedarse solo
La soledad, se decía, es mala compañía porque se entendía que el ser humano es social por naturaleza. Pero hay soledades sobrevenidas, no deseadas, y otras buscadas y hasta imprescindibles. Aquellas palabras bíblicas del Génesis, «no es bueno que el hombre esté sólo» (se entiende que tampoco la mujer) han marcado la suerte de cuantos, con mayor o peor fortuna, optaron por el matrimonio, la pareja, remedio de soledades y en ocasiones fuente de infortunios. Existió desde siempre el ahí te quedas, la separación o el divorcio reglamentado. Pese a las facilidades que ofrece nuestra sociedad para remediar entuertos sentimentales o de cualquier signo, han incrementado poco las separaciones. Y, sin embargo, los solitarios por acción u omisión están creciendo vertiginosamente. Ser joven y mileurista, cuando no en espera de algún maná, se ha puesto difícil. Disponer de una vivienda digna, les retrae en casa de los padres que, a diferencia de otros países, se manifiestan encantados de que los hijos permanezcan en el hogar paterno hasta más allá de la edad de la muerte de Cristo. Cuando no, se precipitan a alquilar un piso comunitario, aquello que tanto se criticó en la extinta Unión Soviética en la larga etapa del padrecito Stalin. Los jóvenes observan ya con envidia la suerte de quienes les precedimos y andan más preocupados por sus contratos de trabajo, siempre a punto de ser o no ser renovados, que en quebrar soledades. Sin embargo, millones de solitarios habitan nuestras ciudades y la tendencia es creciente, porque la vida humana se prolonga. Cientos de miles de ancianos desearían vivir en una residencia. Pero las autoridades no disponen de los medios necesarios para cubrir las necesidades de hoy y las que vendrán. Nuestra asistencia social pública es deficiente y las ayudas a los dependientes, a menudo, ilusorias.
Alguien podría creer que ello responde a una falta de sensibilidad. Coincide con la desaparición de la familia amplia, cobijo de infortunios y creadora de todas las batallas civiles, en la que apenas si cabe la pareja. Cabe añadir las enormes distancias sociales que se crean entre los más pobres y los más ricos y la lenta extinción de una clase media que Europa había casi logrado y que tiende a desaparecer. La batalla contra el Estado que había de convertirse, según algunos, en padre protector se evapora por falta de recursos y de interés. El ciudadano, en consecuencia, se advierte solo para sobrevivir con una mínima dignidad. Claro está que este festival consumista que estamos importando con desbordado éxito puede entenderse como contradictorio. Incrementar ventas unos días se contradice con un comercio estable con ciertas puntas festivas que pudieron convertirse en tradicionales. Las grandes ciudades se comparten, pero un turismo agresivo aleja a los ciudadanos del centro, expulsados hacia otros barrios, sin aquella vecindad confortable que reducía, en parte, el desvalimiento de la soledad en la inevitable vejez. Cabría, pues, la posibilidad de obligarnos a poner como asignatura obligatoria lo que fue un mero título, el arte de quedarse solo. Porque ya supone un arte sobrevivir contra toda esperanza, con las enfermedades «propias de la edad», como acostumbra a decirse o con la esperanza de lograr un cómodo habitáculo. Aunque resulte improbable que muchos lleguemos a dormir en los soportales o refugiados en cualquier rincón, en el último escalón de la miseria, sin llegar a lo que puede observarse en las ciudades, lo que a cualquier alma sensible le produce una conmoción, nuestras autoridades municipales ni saben, ni pueden, ni quieren hacer desaparecer estampas que superan lo que Dickens describió en el despertar de la sociedad industrial.
Pero tampoco conviene olvidar otra soledad gozosa, larga o corta de jóvenes, maduros o ancianos/as. Cabe entenderla como deseada, feliz y hasta productiva. Antonio Machado publicó su primer libro, significativamente titulado «Soledades» en 1904, aunque la portada interior precisa 1903, poemas compuestos desde 1899 hasta 1902, teñidos de Modernismo y bajo la influencia de Paul Verlaine. Contaba 27 años. Junto a su hermano Manuel vivirá en el mismo hotel donde se hospedó el poeta francés durante su estancia en París. Pero sus primeros versos, de ecos becquerianos, rezuman una mágica soledad, tal vez fruto de su añoranza sevillana y familiar. Influido por la crítica de Ortega y Gasset, algunos poemas fueron suprimidos en la posterior, como «Cenit», cuya alegría se solapa con la juventud: «Mi destino es reír: sobre la tierra/ yo soy la eterna risa del camino». Desde sus soledades se impone la juventud o el deseo de felicidad, que tan difícil le habrá de resultar al poeta sevillano, alejado de aquellas retóricas «Soledades» gongorinas, retórica barroca, de 1613. Pero la soledad fue siempre grata a los creadores, porque va desde el laberinto de Octavio Paz a los «Cien años de soledad» de García Márquez. ¿responde tal vez a la de nuestro planeta o al indefinido cosmos que nos alberga? Tal vez, nuestro leve castigo.
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