Opinión
Miguel
Miguel Primo de Rivera y Urquijo, Duque de Primo de Rivera, Alcalde Perpetuo de Jerez de la Frontera, donostiarra de nacimiento e infancia, madrileño en la mayor parte de su vida y en el primer abrazo de la muerte, español rotundo. Lo tuvo y tenía todo. Inteligente, simpático, oportuno, alto, guapo y divertido. Era amigo «pata negra» del Rey Don Juan Carlos, desde niños. Los «pata negra» son aquellos que rodearon al entonces Príncipe de Asturias y le acompañaron en los años difíciles de la separación. El relato de los amigos del Rey es extenso, pero con el perdón de casi todos ellos, creo que los «pata negra» por definición fueron tres. Miguel Primo de Rivera, Ignacio –Nachi– Caro, y el portugués Jorge –Maná– Arnoso. Miguel era, con Fernanda y Rosario, hijo de Fernando Primo de Rivera y Rosario Urquijo de Federico. Los asesinos del social-comunismo pasaron por las armas a su padre, doctor en Medicina, por ser hermano de José Antonio. Su madre, prima de mi padre, Rosario –La Chata–, Urquijo se casó después de la Guerra con el sevillano genial Alfredo Álvarez-Pickman, con el que tuvo cuatro hijos, mis queridos primos Alfredo, Macarena, Teresa y Guillermo, de mote éste último «Tragallaves», con quienes pasé mis mejores años de San Sebastián. De Macarena y Teresa se enamoraron todos los hombres de la cornisa cantábrica y una parte de Sevilla, y no lo hicieron los groenlandeses porque no viajaron jamás a Groenlandia. Miguel era el patriarca, el famoso, el gran cazador, el deportista, el heredero del archivo de José Antonio, el político y el hombre –demasiada ignorancia acerca de su persona–, que consiguió, a petición del Rey Juan Carlos, que las Cortes franquistas aprobaran con un altísimo porcentaje la Ley de la Reforma Política, su «harakiri». La alocución de Miguel defendiendo la esperanza de los tiempos nuevos que se presentaban en el futuro de España fue tan brillante como valiente, y algunos no le perdonaron ni la brillantez ni la valentía ni la lealtad a su Rey.
Nueve hijos. María y Reyes. Miguel fue abierto y simpático con todos, y además de oir, sabía escuchar. Impetuoso, como buen Primo de Rivera, pero de calma muy pronta. Y un señor de la cabeza a los pies, más de ciento noventa centímetros de señorío. Hablaba una noche con Don Juan de su tío Miguel, por quien llevaba el nombre, embajador de España en Londres. Cuando acudió al Palacio de Buckingham a presentar sus cartas credenciales – España no era entonces bien querida por los ingleses–, lo primero que hizo al entrar en el Palacio, con su vistoso uniforme de embajador, fue preguntar por el cuarto de baño.
–Por si acaso–, argumentó. Cuando abandonó Londres, las inglesas de la alta sociedad estuvieron a punto de conceptuar su marcha como «tragedia nacional». Y hablaba del ímpetu y del señorío de los Primo de Rivera. Don Miguel calumnió en público a Don Juan, a quien conocía desde su juventud. Calumnia reiterada. Se hallaba Don Juan en su despacho de Estoril cuando su secretario, Ramón Padilla, le informó que el embajador Primo de Rivera se había presentado en Villa Giralda y le rogaba ser recibido. –¿Miguel? ¡Qué raro! No me tiene simpatía alguna–. El embajador sabía que le quedaban pocas semanas de vida. Cuando entró en el despacho de Don Juan –ímpetu y señorío–, se arrodilló ante el Conde de Barcelona. –Señor, no puedo morirme en paz sin su perdón por el daño que le he hecho–. Y se fundieron en un apretado abrazo.
Son así, y así era Miguel, mi querido Miguel, que se ha marchado sin saber quién era. Y como español agradecido por su callada lealtad y su público servicio a España y la Corona,como mi primo mayor, como mi amigo, le digo adiós con honda tristeza y sobrada esperanza: Querido Miguel, que los caminos se allanen a tus pies. Que el viento siempre sople a tu espalda. Que el sol brille templado sobre tu rostro. Y que Dios y la Virgen del Pilar te sostengan y reciban con sus manos protectoras.
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