Opinión

Gozo y tristeza

Vengo del Puerto de Santa María, «el más bonito de España, donde hay más alegría y más luz y donde viven los viejos de mi alma», como escribió en su dedicatoria de la comedia editada «El Roble de la Jarosa» don Pedro Muñoz-Seca. Una conferencia en homenaje a los 100 años de «La Venganza de Don Mendo» organizada por la Academia de Bellas Artes de Santa Cecilia del Puerto. Gozo.

Tristeza. Ahí, en el Puerto, conocí a un personaje después de la conferencia. Un analista demoscópico que se conocía todos los resultados, localidad a localidad, de las recientemente celebradas elecciones andaluzas. No estaba de acuerdo con el programa de La Sexta de Cristina Pardo y Cintora en el que se señalaba a los 44 votantes de Vox en Marinaleda. –¡Se les han escapado tres! En Marinaleda Vox obtuvo 47 votos, y ahora, si son serios, están obligados a mandar de nuevo al cámara y la reportera para denunciar a los tres que se han ido de rositas–. Tristeza por el fallo profesional. Llevaba tres días sin poder dormir preocupado por el ayuno de Torra en Montserrat.

–¿Cómo saldrá ese buen hombre después de dos días de renuncia gastronómica, de mortificación alimentaria? ¿Perderá coraje independentista? ¿Recuperará la tersura de su piel? ¿Habrá enloquecido a pesar de ayunar rodeado de sacerdotes y compañeros de la vía eslovena? Cuando el insomnio por la preocupación me alcanza, abandono la cama, me despido de las sábanas y me instalo en mi despacho para proceder a la relectura de textos escogidos. Y cayó entre mis manos –se lo recomiendo a Pablo Iglesias y Echenique– «Un día en la vida de Iván Denishovich» de Solzhenitsyn, heroico capitán del Ejército Rojo y monumental escritor que fue condenado a 8 años en un campo de concentración por criticar a Stalin. Desde La Navata y el barrio de Salamanca esas cosas se leen muy bien. Pero estábamos en el gozo.

¿Volverá Torra a sus quehaceres habituales con la misma expresión de bondad y serenidad anterior a su penitencia? Puedo asegurarles que sí. Ha vuelto igual que cuando se encerró voluntariamente. No se le nota nada ajeno a su innato paletismo. Y fue objeto de un proceso analítico minucioso de sangre y orina. Está como una rosa, y al fin, he podido conciliar el sueño durante unas pocas horas. En vista de ello y para agradecer su supervivencia al brutal ayuno, he decidido solidarizarme con su causa renunciando a comer o cenar en Horcher durante siete días. Gozo.

Y tristeza. Mi familia conoce mi inquietud por la educación y el ritmo colegial de los hijos de Guardiola. Nunca he sido y jamás seré del «Barça», pero eso no impide el sentimiento de angustia que me nace del alma. A ver. Guardiola llevaba a sus hijos a un colegio privado de Barcelona, lo cual es absolutamente lógico. Cuando abandonó la Ciudad Condal –así llamada por el Conde de Barcelona y Rey de España–, y se instaló en Munich, Baviera, ingresó a sus niños en un colegio alemán. Los niños pasaron del catalán al alemán sin tiempo suficiente para superar la adaptación. Y cuando los alemanes se hartaron de Guardiola y éste fue contratado por el Manchester City, tuvo que trasladar a sus hijos a un colegio inglés, si bien el inglés de Manchester no es el más prestigioso en su acento. Pero la tristeza se ha tornado gozo. Preguntado por un astuto periodista si se considera racista, Guardiola ha respondido con suave contundencia: «No soy nada racista. Mis niños van al colegio con gente india, con gente negra y con gente normal».

Una persona que lleva a sus hijos a un colegio con gente india, con gente negra y con gente normal no puede ser un racista. Podría haber recordado a los árabes y a los chinos, que son los que manejan el dinero y alguno de sus contratos. «Yo no soy racista. Llevo a mis niños a un colegio con gente india, con gente negra, con gente árabe, con gente china y con gente normal». Pero, en fin, en pleno gozo, tampoco hay que pedirle peras al olmo.