Opinión
Añoranza barcelonesa
Visité Barcelona por primera vez en la década de los sesenta del pasado siglo. Viajamos siete hermanos para seguir la eliminatoria de la Copa Davis España-Yugoslavia, que se celebraba en el extraordinario Real Club de Tenis Barcelona, en Pedralbes. Me maravilló Barcelona, tan abierta al mar como a sus visitantes. Nos instalamos en un Hotel del Ensanche, creo recordar que el Astoria, en la calle París, propiedad del padre de uno de los componentes del equipo español, Juan Gisbert. Un solo detalle áspero. El educado y entendido público barcelonés abucheó a Manolo Santana al aparecer en la cancha. Terminaba de ganar Wimbledon, y lo hizo con el escudo del Real Madrid sobre la tetilla izquierda de su polo blanco. Pero iniciado su partido con el yugoslavo Jovanovic, su manera de jugar al tenis enamoró al público, que se olvidó del profundo madridismo de Santana. En los individuales ganó Santana a Jovanovic y Pilic, Gisbert a Jovanovic, y la pareja Santana-Arilla a la yugoslava. Tres días maravillosos.
El domingo fuimos a Misa los siete hermanos. La iglesia más cercana al hotel era de los padres Capuchinos y nos lo advirtió el padre de Gisbert. «Cuidado, que son todos separatistas». Ya, en aquellos tiempos. Como todavía los separatistas no eran eslovenos, Eslovenia era Yugoslavia, y los capuchinos no llevaban armas, salimos airosos del trance. Reales Atarazanas y Gaudí. Lo siento, pero no me gusta nada Gaudí. En ese aspecto coincido con Don Alfonso XIII. En la década de los veinte, Alfonso XIII se disponía a visitar Barcelona. Lo hizo centenares de veces. El Gobierno le rogó que aplazara la visita porque se habían detectado movimientos de los anarquistas para asesinarlo. Pero el Rey se mantuvo en sus trece: «Si me he comprometido, cumplo con mi compromiso. Por otra parte, os reconozco que le tengo más miedo a Gaudí que a los anarquistas».
El sábado por la noche, nos invitaron a cenar en el Real Club Náutico el conde de Lacambra y su madre, la condesa viuda, una mujer simpatiquísima y sorprendente. Colgaba diariamente de los lóbulos de sus orejas joyas de tanto valor y peso, que los lóbulos le rozaban las clavículas. También se sentaron Pepe Samaranch y su mujer, otra Lacambra. Esa noche conocí a Marta Moragas de Moragas, una señora de Barcelona que poseía el don de la ubicuidad, como las Segrelles en Madrid.Creo recordar que era la presidenta de la Cruz Roja en Cataluña, y su vida social era muy intensa. Salía todas las semanas en el «¡Hola!», que en aquellos tiempos se ocupaba frecuentemente de la sociedad barcelonesa. Una semana en la que no apareció por ninguna fiesta, cena, cuestación o mesa de caridad, el «¡Hola!» de don Antonio Sánchez publicó una gran fotografía de la señora Moragas con el siguiente pie: «Doña Marta Moragas de Moragas con el gracioso oso de peluche que regalará a su nieto en la fiesta de su onomástica». El nieto era Moragas, el de Rajoy.
Salvando las distancias, Madrid era Roma y Barcelona Milán. Pero aquel Milán grandioso y europeo, culto y acogedor, me cautivó. Para no sentir molestia alguna bastaba y sobraba no asistir a la Misa de los Capuchinos. Me sorprendió que la mayoría de los taxistas no eran catalanes, y un muy alto porcentaje, del Real Madrid. Lo cierto es que todos –excepto los Capuchinos-, habitantes de Barcelona con los que nos cruzamos y hablamos se mostraron encantadores con aquellos siete jóvenes madrileños que habían viajado hasta allí para ver una eliminatoria de Copa Davis.
Pujol era alférez de bota alta en el Ejército de Tierra, Tarradellas estaba en el exilio, Franco obligó a la SEAT a tener su principal fábrica y su sede en Barcelona, y la cortesía y la buena educación imperaban en la gran ciudad. Nadie de la alta burguesía hablaba en catalán porque consideraban que era cosa de paletos, y el Conde de Godó era el padre, no el hijo, y con esto todo está dicho.
Hoy me ha dado por recordar mi primera visita a Barcelona, la maravillosa ciudad española que ha cambiado la buena educación y el señorío por la barbarie eslovena y la agresión a quienes no militan en el separatismo. Y la cultura por la estúpida ignorancia del fanatismo. En fin, que la nostalgia no es un error.
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