Opinión

Lo sentimos, Harry

Lo sentimos profundamente, de corazón, pero la culpa es tuya y solo tuya. Has elegido mal, Harry, como tu tío bisabuelo Eduardo VIII. Desde que procediste a matrimoniar con la americana Meghan Markle, has ido perdiendo poco a poco tu libertad y tu desbarajuste vital, que era uno de tus atractivos. Te agarrabas unas melopeas gloriosas, tenías amigos en cada rincón del Reino Unido y cazabas. Y Meghan Markle te ha prohibido cazar –está en esa tontería del falso animalismo–, y te ha obligado a prescindir del alcohol y el té, que equivale a sancionar con una multa de perpetua tristeza a cualquier inglés que se precie de serlo. Es lo que tienen los advenedizos, que llegan a una casa donde el reloj dorado de mesa lleva tres siglos igual de dorado y sobre la misma mesa, y lo sustituyen por una fotografía de grupo del día de la graduación.

Al desdichado Harry le apasionaban los «blodymaries» y los «gin tonic» de «The Granadiers», el pub-taberna con más atractivos de Londres. A partir de mayo, los más distinguidos lechuguinos de las mejores familias inglesas, salen a la calle con sus copas y hablan de las mismas cosas que un siglo atrás, comentaban en el «Drones Club» de Wodehouse sus grandes personajes, Bertram Wooster, Bingo Little, Glossop, o Fink-Nottle, el enamorado de las salamandras. En esos ambientes está terminantemente prohibido hablar del «Brexit», porque lo que queda de la herencia victoriana castiga socialmente tan lamentable gusto. Mi amigo Freddy Brompton ha sido expulsado durante seis meses de su club por opinar en alta voz que le preocupaban seriamente las consecuencias del «Brexit». Y mucho me temo, Harry, que Megan es de las que hablan del «Brexit» sin medida ni cautela.

Te obliga a beber agua con gas, a correr algunos kilómetros cada día y a practicar yoga. Un tostón de mujer. Muy pesada la convivencia cuando ceda la pasión y la primavera corporal se rompa en otoños. El agua con gas, ingerida sin descanso, produce aerofagias. Correr, que ahora ya no se como se dice –footing, jogging, running– es insano y peligroso. En Londres, cada año, fallecen por episodios vasculares centenares de corredores de los catorce sexos oficialmente reconocidos. Y la práctica del yoga es una moda de pijos con pretensiones orientales. Hacen yoga, viajan a Oriente a visitar monasterios con el dinero de sus padres, vuelven a Londres y de Oriente nunca más se supo, porque como escribió Daninos, «más al este de San Petersburgo, no hay higiene». En España, las academias de yoga se usan para ligar, lo cual se me antoja de muy aprovechable corrección.

Y a un príncipe inglés no se le puede prohibir cazar. «A partir de hoy, Harry, te prohíbo terminantemente tus pasados quince siglos». Carece de lógica y fundamento. Hay que ser muy pesada y muy americana para intentar semejante agresión contra la costumbre. Prohibir la caza es, ante todo, una ordinariez, una majadería revestida de esquinada bondad, lo mismo en Inglaterra que en España. En Inglaterra se caza poco, y lo hacen los perros, que también son animales. Y alguna que otra cacería de faisanes que sólo son molestados si pasan a considerable altura sobre los puestos.

Los americanos, admirables, no entienden bien estas cuestiones de la tradición. Decía Robert Mitchum, tan gran actor como dipsómano, que su afición a beber era parte de la herencia genética de su padre «que era el mayor borracho de su pueblo». Después de meditarlo, localizó el pueblo de su padre. «Lo malo es que el pueblo de mi padre era Nueva York». Estas americanas aparecen como Mary Poppins para arreglar un mundo que lleva ordenado desde centurias atrás. Harry no es como el padre de Mitchum , pero siempre en Inglaterra, ha existido por cada generación de la familia Real un borrachuzo. La Reina Mary, madre de Isabel II, falleció centenaria trasegándose una botella de «Beefeater's» por jornada. Y Harry era un joven alegre y alocado hasta que llegó la pelma de su Mary Poppins.

No deseo meterme en asuntos que apenas tienen relación con mi cotidiano vivir y mi Patria. España es lo que me preocupa. Pero siento una acusada desazón cuando intuyo el peligro de la desconsideración histórica. Con permiso del feminazismo, es Meghan la que está obligada a adaptarse a Harry, y no Harry a Meghan que es una recién llegada que ha entrado en Buckingham como un elefante en una cacharrería. La Corona británica no puede someterse a los gustos y los caprichos de una advenediza. Y ruego que Isabel II me perdone si no le agrada mi texto navideño.