Opinión

Alfaqueque

Pues nada, o mejor escrito, pues mucho, que se nos ha muerto don Rafael Flórez Díez, el gran Alfaqueque, último castizo, bohemio y dandy del viejo Madrid. Adversario contumaz del correo electrónico. Entre la correspondencia de los bancos y la publicidad buzonera, brillaba cada dos o tres meses el sobre verde brillante de Alfaqueque. Un verde que sólo existía en los sobres de Alfaqueque, y su letra vertiginosa. «Excelentísimo señor don Alfonso Ussía, de la Real Academia Española en el sillón usurpado por Juan Luis Cebrián». Y las señas.

Alfaqueque bailaba el chotis y asistía al entierro de la sardina. Fue el creador del «Garbanzo de Plata» que se concedía en Torres Bermejas. Y presidente de «Los Amigos de la Capa». Ingenio y preceptiva literaria de primer grado. Trabajó con Dionisio Ridruejo –era muy raro–, con Laín Entralgo –un tostón, el pobre-, y con Luis Rosales –cree ser mejor poeta de lo que realmente es-. Y también con Ramón Gómez de la Serna, al que admiraba profundamente, con Enrique Jardiel Poncela –era genial y con muy mala leche-, con Eugenio D´Ors, Eugenio Montes, Antonio Mingote... Contertulio fijo en las noches de «Los Amigos de Julio Camba», en Casa Ciriaco, frente a Capitanía y bajo el balcón en el que Mateo Morral lanzó la bomba sobre la carroza que trasladaba a Palacio a los recién casados Alfonso XIII y la Reina Victoria Eugenia. Amigo de Cela y Umbral. Cuenta Alfredo Amestoy que Ramón Gómez de la Serna dijo de Alfaqueque que era mucho más madrileño, gato supremo, que el mismo Lope de Vega. Y también que Francisco de Quevedo y Pedrito Calderón de la Barca, porque Alfaqueque vivió en el siglo de Oro de nuestra Literatura, y se enamoró de la fámula – posteriormente dibujada por Antonio Mingote en su «Historia de Madrid»-, que paseaba de la mano de ese niño, Pedrito Calderón de la Barca, bastante repipi por cierto.

Alfaqueque fue vecino de don Ramón María del Valle-Inclán – una maravillosa fiera-, de Cansino Assens – le sobraba sabiduría para ser crítico, pero siempre le faltó talento para ser escritor-, y conoció a Borges. Vivía en el Rastro. Vestía con un desmedido interés por llamar la atención. Alfaqueque, llegara donde llegara, jamás pasaba desapercibido. Cuentan que se sabía de memoria los nombres de todos los camareros de Madrid. Era un escritor de una pieza que escribió poco, porque tantos eran sus compromisos que el tiempo le faltaba.

«El Último Madrileño de Postín», titula Alfredo su necrológica. Y es verdad. Madrid, sin taxis y sin Alfaqueque se ha quedado vacío. La ausencia del segundo es triste y melancólica, en tanto que la de los primeros resulta gozosa y agradable. Escribió don José María Pemán, que muchos andaluces venían a Madrid para «hacer gestiones en el ministerio» que no eran tales. Venían para que los vieran otros paisanos y presumir de amistades ministeriales. «La calle de Alcalá,/ ¡Cómo reluce!/ cuando suben y bajan los andaluces!». Con Alfaqueque la calle de Alcalá relucía con su sola y única presencia, siempre capeado, con pañuelos bordados, bombín y gracia permanente. Era tan dandy que en su casa tenía un paletó, prenda de abrigo que usaba Fernando VII en sus escarceos cortesanos.

No ha nacido en Madrid nadie más madrileño que Alfaqueque. –Es que en Ávila o Segovia me empiezo a sentir extranjero-. Cumplió con holgura los noventa años, pero en los últimos meses no llegaban a las casas de sus amigos los sobres verdes con sus textos geniales, surrealistas, absurdos y castizos.

Alfaqueque no merece una calle en Madrid. Merece una avenida. Nadie amó al Foro como él. Pero su presencia y trascendencia se limitaban a la Villa y Corte. Toledo le recordaba a Inglaterra, si es que estuvo allí en alguna ocasión. He tenido la suerte, la fortuna y el honor de ser amigo de don Rafael Flórez Díez, el gran Alfaqueque, que ha cerrado los ojos en su sitio, y se ha llevado al lugar de los buenos y de los justos una parte del alma inmensa del viejo Madrid.