Opinión

Hablaremos de mí

Me sorprendió que un escritor tan humilde y alejado de la vanidad como mi querido y admirado Antonio Gala, escribiera un libro que se editó con el título «Y ahora, hablaremos de mí», más o menos. Lo leí y me sorprendió lo bien que escribía de él, cuando por amistad y añejo compañerismo exclusivamente literario, Antonio fue siempre un valiente de la verdad, fronterizo con el gamberrismo. Todo ello, edulcorado con los crepúsculos anaranjados, las soledades sonrientes, los amaneceres ocultos, y los manuscritos carmesíes. Me ha llegado el momento de escribir de mi persona, pero me fundamento en mis fracasos. Yo fui un joven incomprensiblemente atractivo, y tuve serios reveses en lo que antaño se conocía por amor. Padecí a dos maravillosas novias donostiarras. La primera, Elena Vargarategui, me soltó durante una sesión de cine: «Oye, te has fijado en tus orejas. Son ridículas». La segunda, años después, se adelantó a la película de los «Ocho Apellidos Vascos», que no es tan buena como dicen. Omito su nombre, muy pilarista, y me deslizo en sus apellidos. Choperena, Aizpúrua, Ubiría, Beristáin, Ochoteco, Añorga, Oñaederra y Basurto. Y eran de verdad. Ella, maravillosa. Me lancé desde la palanca de la piscina del Real Club de Tenis, con altura olímpica, con mi traje de baño color mandarina para que ella me viera volar como un ángel. Mi salto fue de gran belleza estética, y me introduje con tanta limpieza en el agua, que ella no se enteró. –¿No has visto mi salto?–, le pregunté. –No perdona, estaba tomando un pincho de tortilla–. Aquello, para un hombre tan atractivo como yo, se me antojó una agresión de género. Me jugué la vida con aquel prodigioso salto y no obtuve ninguna compensación.

En un bar de Madrid, ofuscado por mi perseverante fracaso, conocí a una malvada y maravillosa mujer, a la mitad española y alemana. Creo recordar que se llama Carla Nora, o Nora Carla. Yo era ya un poeta provincialmente reconocido, y la escribí unos epigramas rebosados de oportunidad e ingenio. Su reacción aún me hiere: –Puede ser que seas divertido, pero lo estoy pasando fenomenal con mis amigas–. En efecto, se hallaba rodeada de amigas muy dadas a la cháchara y la crítica mordaz. Creo recordar que una de ellas apostilló: –Carla, lo último es que te guste ese koala–. Sufrí mucho durante oscuros meses.

Pretendo escribir, y reconocer, que los hombres y mujeres, por muy atractivos que sean, están sometidos al juicio inimisericorde del lado contrario. Que no hay nada que pueda evitar el comentario femenino agudo y certero que termine con la reputación de un varón, que sin pretender ser más atractivo que Gary Cooper, está plenamente convencido y autorizado a afirmar que lo és más por ejemplo, que Louis de Funes, e incluso que la mayoría de los galanes del cine español. En Las Nuevas Hébridas, condominio franco británico, conocí a una profesora de tenis, miss Flore de Dalambert –como el filósofo–, que posteriormente a su lección me recomendó con esa simpatía característica de los naturales de las Nuevas Hébridas: –Dedíquese a otra cosa–. Como en el caso de la Choperena, de la hispano-germana, y de muchas más, dí por concluído mi concepto de la seducción.

Me casé con una mujer maravillosa, tuve tres hijos guapísimos, adoro a mis nietos, pero sufro cuando pienso lo mucho que me hirió el comentario de la arpía a la hispano®-germana.
–Carla, lo último es que te guste ese koala–.

Como Antonio Gala, hoy he hablado de mí. Y algún día les contaré mi fracaso con mi prima Macarena Álvárez Pickman y Urquijo, que me abandonó por no saber bailar el Twist. Mi vida ha sido muy dura.