Opinión
La grosera
La Portavoz adjunta del PSOE, Sofía Hernanz, se ha comportado con grosería. En resumen, que es una grosera. Para justificar los abusos aéreos del hortera de bolera -en su caso, hortera de masaje- de su jefe y señor el doctor Sánchez, ha afirmado que «Sánchez viaja igual que Rajoy, pero sin extra de vino y whisky». Muy vil y muy feo. Y por otra parte absurdo. De haberse tomado Rajoy un par de whiskys con anterioridad a adoptar algunas de sus débiles decisiones, don Mariano permanecería en el Gobierno y la grosera estaría ubicada en el limbo de la mediocridad. He coincidido, siendo presidente del Gobierno, en dos ocasiones con Rajoy en viajes aéreos. En la primera ocasión, un vuelo a Canarias, en el que servidor viajaba en clase preferente y el presidente del Gobierno en clase turista. Se trataba de un desplazamiento particular para visitar a su padre, y pudo hacerlo en un Falcon, pero eligió Iberia. Y la segunda vez, volando a Melilla en una lata de sardinas de «Air Nostrum». Era presidente del Gobierno en funciones y acudía a Melilla a un mitin electoral del PP. Era por lo tanto, un viaje de partido, no de Estado, y Rajoy tuvo la oportunidad y el derecho de viajar cómodamente en un Falcon y lo hizo en un vuelo regular. No había whisky en el avión. De Rajoy se pueden decir muchas cosas negativas-yo, sin ir más lejos, en estas páginas-, pero nadie ha dudado de su honestidad. Es un hombre educado en una familia de la clase media de Galicia y no un nuevo rico hortera.
Lo sorprendente es lo poco que se sabe de la reunión de alta política y el alcohol nuestra dócil grosera. Churchill, el político más importante del S. XX, era un borrachín. De su afición al alcohol y la grosería parlamentaria de su rival, lady Astor, nació su gran anécdota. Llegó al Parlamento un poco tambaleante y estropajoso de lengua y lady Astor no desaprovechó la ocasión: -Lamento comprobar, señor Churchill, que es usted un borracho-; - y usted, lady Astor, es fea. Mi problema se soluciona con una breve siesta. El suyo no tiene remedio-; -señor Churchill, si yo fuera su mujer, mañana mismo le pondría cianuro en el café-; - y si yo fuera su marido, me lo bebería-.
Harold Wilson, Primer Ministro laborista de Su Majestad británica, voló a Caracas a firmar un saludable contrato petrolífero. Se bebió siete martinis entre Londres y Caracas. Llegó como una cuba. El embajador del Reino Unido lo recibió, y en la embajada, con anterioridad a acudir a una cena-baile en su honor en el palacio Miraflores, se zampó otro Martini. Chapurreaba el español y el alcohol le ponía morrosco. Al llegar, fijó su mirada en el trasero de una mujer vestida de rojo carmesí que le encantó. Y susurróle a su espalda. -Bella dama de rojo, ¿me concede este vals?-; la bella dama se mostró infranqueable. -No por tres motivos. No me considero una bella dama, lo que suena no es un vals, sino el himno nacional de Venezuela, y soy el arzobispo de Caracas-. No obstante, Wilson retornó a Londres con un gran contrato en el bolsillo.
El Secretario General de la ONU, Pérez de Cuéllar, tenía en una pequeña nevera de su despacho neoyorquino, un compartimento con cinco martinis preparados para su consumición. La Reina Mary, esposa de Bertie el tartamudo, Jorge VI, vivió hasta los 102 años trasegándose una botella de ginebra cada día. Y fue una Reina ejemplar en su papel de Reina Madre durante el reinado de su hija, Isabel II. El gran ministro soviético de Asuntos Exteriores, Gromiko, llevaba en el bolsillo derecho de su abrigo una botella de vodka «Stolicknaya», de la que soplaba a morro cuando se cerraban las puertas de su coche «Moskova». El alcohol no es perjudicial en la política, pero resulta grosero acusar al prójimo de borracho sin pruebas ni fundamento alguno con el único objetivo de salvar los muebles a un abusador del dinero público.
De haber sido Rajoy un poco borrachín, las cosas irían mejor en España.
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