Opinión

La garita

Pablo Iglesias está aprovechando la baja por maternidad o paternidad para hacer caja con sus programas de televisión. Me parece correcto, porque la baja por maternidad de un padre no entra en mis cabales. Tengo tres hijos, trabajé durante un decenio con Juan Garrigues Walker, un hombre adelantado a los tiempos y de una generosidad asombrosa, pero jamás me hubiera atrevido a pedirle tres meses de baja por el nacimiento de mis hijos. Para mí, y es juicio de valor y no sentencia, que Pablo Iglesias es más vago que la chaqueta de un guardia. Le ha gustado el dulce encanto de la burguesía acomodada. Aún hace frío, y más aún en Galapagar. Que se lo pregunten a los guardias civiles que custodian su casa en una garita modelo «Marlaska», sin calefacción ni cuarto de baño. «Tufutú», el perro de Isabel Preysler en los primeros años de «Villa Meona», tenía una caseta con calefacción. Lo del nombre «Tufutú» me lo he inventado, pero encaja bien en aquel pasado paisaje. Los guardias civiles que protegen al gran líder se hielan, al contrario que «Tufutú». Pero a Iglesias no le importan sus fríos. Él, amanecido y libre por su baja de maternidad, abre la puerta por la que se accede al gran jardín, y medita. Todavía los árboles desnudos y las flores en sueños. Se lo escribí al inolvidado Manuel Halcón, marqués de Villar del Tajo, tan grande escritor como señor de Sevilla. Tuvo la ocurrencia de nacer el 31 de diciembre de 1900, todavía siglo XIX y le molestaba. Pero lo que más le hería era su fecha del primer llanto, allí en Sevilla, con los jacarandas desnudos, las buganvillas tristes y el azahar lejano. No le recomiendo a Iglesias que decida, en sus holgazanas meditaciones jardineras que plante en su jardín de Galapagar jacarandas, buganvillas o naranjos. Se helarán irremisiblemente, como los guardias civiles que les ha enviado Marlaska y les niega a Santiago Abascal, que ése sí que está siendo amenazado y vituperado por los violentos del progreso. Plante cedros, pinos, y llegada la temporada de primavera y verano, alegre sus rincones soleados con petunias, que florecen hasta finales de agosto. No caiga en las begonias, más norteñas y poco aficionadas a los siempre imprevistos vientos de la presierra madrileña. Como le sobra tiempo –y más que le sobrará cuando se cepille definitivamente Podemos–, y está ganando mucho dinero con sus programas en la televisión iraní y los espacios que Roures le facilita, contrate a un técnico de jardinería. Los plátanos, acacias y robles soportan y viven plácidamente en los primeros andamios del aire de La Navata, pero no se arriesgue intentando emular los colores del Paseo de La Palmera sevillana a finales de abril. Mi amigo inglés Mark Inch, entrando por La Palmera procedente de Jerez en un lejanísimo mayo, al contemplar los azules y violetas de los jacarandas, los morados y rojos de las buganvillas, los naranjos en flor y los amarillos rabiosos de las lantanas, decidió nacionalizarse español. No se lo permitió su padre, que tenía negocios en Manchester y necesitaba de su inteligencia para mantenerlos. Y el césped, debe intentar que sea mezcla de trébol y «raygras», porque los fríos que atenazan a los guardias civiles que le ha mandado Marlaska para defenderlos de nadie, también afectan a los tréboles sin otras hierbas protectoras.

Iglesias, después de trabajar su cuerpo con unos leves ejercicios gimnásticos para recuperarse del parto de su mujer, o compañera, o amiga fuerte, o pareja de hecho, o simplemente novia, pasea por sus jardines, amplios y deliciosos, pensando en los meses tibios que se avecinan. Se desplaza a Madrid para presentar sus programas de televisión, accede con gusto a recibir sus legales remuneraciones, pasa de Errejón, no visita a Echenique, y retorna a Galapagar a idear su jardín de verano. Algunos vecinos me han informado que al pasar junto a la garita infecta modelo «Marlaska», algunos días, que no todos, responde al saludo de los guardias civiles con la natural simpatía que le caracteriza.

Recupérese pronto del parto, y recuerde que en Galapagar, por hermoso que sea el chalé y amplio el jardín de los sueños estalinistas, no florecen los jacarandas, ni las buganvillas ni estallan las flores de azahar.

Para disfrutar de esas maravillas, hay que comprar un chalé en Sevilla, que ya llegará.