Opinión

El despilfarro del AVE

España es el segundo país del mundo con más kilómetros de vías de alta velocidad: 3.152 kilómetros que nos posicionan sólo por detrás de China. Teniendo en cuenta que el coste medio de cada kilómetro asciende a unos 16 millones de euros, es fácil estimar que la inversión total de las administraciones públicas en este sistema ferroviario supera los 50.000 millones de euros: más de 1.100 euros por español. El alto coste de la infraestructura contrasta, además, con la utilización relativamente baja que se le está dando: como media, cada kilómetro circulado con AVE apenas cuenta con 15 pasajeros; cifras notablemente inferiores a los 50 pasajeros por kilómetro recorrido de Francia, los 63 de China, los 84 de Alemania o los 166 de Japón.

A la luz de tan elementales datos, no debería resultar necesario ningún sofisticado análisis para concluir que la inversión pública en AVE ha sido una inversión bastante cuestionable desde un punto de vista económico. Pero, además, cuando procedemos a realizar un análisis más detallado sobre la cuestión, las conclusiones son absolutamente coincidentes con las intuiciones: hace un par de años, Ofelia Betancor y Gerard Llobet publicaron un conocido estudio –Contabilidad Financiera y Social de la Alta Velocidad en España– en el que estimaban que ninguna de las líneas de alta velocidad españolas era rentable, ni desde un punto de vista estrictamente económico ni tampoco desde un punto de vista social. En concreto, la línea Madrid-Barcelona acarreaba unas pérdidas económicas de más de 4.000 millones de euros; la de Madrid-Andalucía, de 5.000 millones; la de Madrid-Levante, 5.300 millones; y la de Madrid-Norte de España, de 4.000 millones.

Y, por si todo lo anterior fuera poco, esta semana nos hemos enterado, merced a la fiscalización del Tribunal de Cuentas, de que la integración de la estaciones de AVE en las ciudades también ha supuesto un sobregasto desproporcionado. En particular, de acuerdo con el Tribunal de Cuentas, el coste previsto al iniciar las obras de las trece estaciones de AVE programadas entre 2002 y 2010 ascendía a 4.101 millones de euros; a día de hoy, y antes de haber concluido tales obras, se estima que el coste final será de 11.738 millones de euros. Es decir, estamos hablando de un sobrecoste de 7.637 millones de euros: un 186,21% más de lo contemplado en un comienzo. Las estaciones con mayor desvío presupuestario han sido la de Barcelona (547%), Alicante (395,87%), Cartagena (281,65%) y Valencia (268,59%); pero incluso aquellas que han exhibido una menor desviación

–Almería, Vitoria o Palencia– muestran sobrecostes cercanos al 30%.

¿A qué se debe tamaña inflamación de los desembolsos? A que los presupuestos iniciales de las obras adolecían de un bajísimo nivel de concreción y a que, en la mayoría de los casos, ni siquiera se pretendía cuantificar el coste de las actuaciones urbanísticas, de los gastos operativos o de los intereses de la financiación. Una chapuza de previsión probablemente dirigida a justificar sobre el papel unas obras faraónicas que bien presupuestadas jamás hubieran pasado el corte de la más elemental racionalidad.

En definitiva, dejar las infraestructuras en manos de nuestros políticos suele ser una fórmula perfecta para el despilfarro masivo en proyectos megalómanos como el AVE. No se trata de que España no debería haber invertido en alta velocidad ferroviaria, sino que debería haberlo hecho con cabeza y tratando de cuadrar las cuentas de cada inversión realizada. Los políticos, sin embargo, sólo tenían como propósito multiplicar las líneas de AVE aun a costa de dilapidar miles de millones de euros de los contribuyentes. Y así lo hemos pagado.

Los Presupuestos, en vía muerta

Después de que haya fracasado el último intento de negociación entre el Gobierno de Pedro Sánchez y las fuerzas independentistas, todo parece apuntar a que este próximo miércoles los Presupuestos socialistas serán rechazados en el Congreso antes incluso de haber iniciado su tramitación parlamentaria. En circunstancias normales, estaríamos ante el punto final de la legislatura: si el Ejecutivo de Sánchez es incapaz de sacar adelante sus cuentas para 2019 –es decir, su proyecto de gobierno para lo que resta de año–, no tiene demasiado sentido que se prolongue un mandato sin rumbo y sin propósito. Máxime en unas circunstancias económicas como las actuales, marcadas por la desaceleración de nuestra actividad que, en consecuencia, harían necesario un giro estratégico que el PSOE ni quiere ni puede dar ahora mismo. La convocatoria de elecciones resulta cada vez más inaplazable.

160.000 empleos menos

La subida del salario mínimo hasta 900 euros mensuales (en catorce pagas) supondrá destrucción de empleo. Hasta la fecha, hemos escuchado estimaciones que oscilan desde los 40.000 puestos de trabajo de la AIReF hasta los 125.000 del Banco de España. Esta semana, sin embargo, el servicio de estudios del banco BBVA proporcionó otra estimación: a corto plazo (es decir, en 2019), las pérdidas ascenderán a entre 20.000 y 75.000 empleos; ahora bien, a medio plazo, podrían alcanzar los 160.000. Es fácil observar nuevamente como el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones: lo que aparentemente constituía una buena noticia para los trabajadores con menores ingresos puede terminar convirtiéndose en un importante obstáculo para su integración en el mercado laboral. Pero, para el PSOE, el titular de haber subido el SMI de 2019 bien vale 160.000 parados más.

Ataque a la competencia

La Autoridad Catalana de la Competencia (ACCO)

–el organismo regional encargado de analizar la estructura competitiva de los mercados catalanes– ha cargado con dureza contra el decreto de la Generalitat dirigido a castrar regulatoriamente los servicios de VTC para proteger al sector del taxi. De acuerdo con la ACCO, el decreto es «incoherente», «negativo» y «discriminatorio», por cuanto introduce trabas específicas a la contratación de VTC que no cabe justificar en ningún intento de mejorar el servicio proporcionado al usuario final. O dicho de otra manera, de acuerdo con la ACCO, el decreto del Govern es sólo una instrumentación de las instituciones catalanas por parte del gremio del taxi para reforzar su monopolio a costa de la libertad de elección de los ciudadanos. Un error en el que, afortunadamente, el Ejecutivo madrileño no ha caído.