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¿Veremos en España una voluntad política similar de meter la tijera –o la motosierra– a la hipertrofiada Administración Pública? De momento, ni está ni se la espera
Esta semana ha expirado el plazo de las facultades delegadas que el Congreso argentino había concedido al gobierno de Javier Milei. A partir de ahora, para cerrar organismos públicos o reformarlos, el Ejecutivo deberá lograr la aprobación de un Congreso que, por ahora, le es hostil, aunque podría virar tras las elecciones de octubre. Pero que nadie se engañe: con esas facultades, Milei no se ha quedado quieto. En apenas unos meses ha emprendido una poda de instituciones estatales sin precedentes, de la mano del Ministerio de Desregulación dirigido por Federico Sturzenegger.
El resultado es que decenas de organismos superfluos han sido cerrados, fusionados o transformados. No hace falta enumerar los más de cien casos. Baste citar unos pocos para ilustrar la magnitud del desmonte: se ha disuelto la Dirección Nacional de Vialidad, se ha eliminado la Agencia Regulatoria de la Industria del Cáñamo y del Cannabis Medicinal –un símbolo del absurdo burocrático, con más secretarios que el propio Ministerio de Salud–, se ha cerrado el Instituto Nacional de la Agricultura Familiar Campesina e Indígena, que destinaba el 85% de su presupuesto a pagar sueldos, y se ha simplificado el Instituto Nacional de Viticultura, permitiendo a los productores operar con mayor libertad. Así hasta 100 organismos públicos suprimidos o transformados.
Estos cierres no responden a un simple capricho ideológico. Tienen tres propósitos muy claros. El primero, reducir el gasto público improductivo. Todos estos organismos no generaban retorno social alguno, pero sí drenaban recursos vía impuestos o inflación a la ciudadanía argentina. Segundo, suprimir cajas negras que alimentaban la corrupción de la casta política, utilizando la maraña burocrática para repartir favores y prebendas. Y tercero, liberar al sector privado de una jungla regulatoria que estrangulaba su competitividad y su capacidad de innovar.
Con todo, conviene no caer en triunfalismos ingenuos. Esta poda institucional, aunque imprescindible, no basta por sí sola para cuadrar las cuentas públicas: el grueso del ajuste fiscal se juega en partidas mucho mayores. Y aun así, queda mucha grasa por extirpar en un Estado que, pese a la motosierra, sigue padeciendo obesidad mórbida.
Ahora bien, la pregunta relevante es si este ejemplo encontrará eco fuera de Argentina. ¿Veremos en España una voluntad política similar de meter la tijera –o la motosierra– a la hipertrofiada Administración Pública? De momento, ni está ni se la espera. Mientras tanto, conviene mirar al sur: allí al menos alguien se ha atrevido a demostrar que sí se puede adelgazar el Leviatán.
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