Opinión
El monstruo deforme
Arcadi Espada, que es un magnífico escritor, ha herido su prestigio con unas manifestaciónes de cruel arrogancia: «Será una inmoralidad traer a su hijo al mundo si el Servicio de Salud le ha avisado de que va a nacer con graves deficiencias que le van a impedir llevar una vida normal y van a suponer un coste económico a la sociedad».
Le dedico este texto a mi sobrino Pepe, que acaba de nacer con síndrome de Down y sus padres fueron avisados con meses de antelación de sus especiales características.
Pepe nació y sonríe.
Hace años, Beatriz Ramírez de Haro y Valdés –perdona Beatriz si te identifico con tanta precisión–, fue invitada a abortar y autorizada para ello por la ciencia médica. Los ginecólogos españoles coincidieron en su diagnóstico. –Usted va a dar a luz a un monstruo deforme–. Beatriz viajó a los Estados Unidos, y se hizo ver por otros ginecólogos de los mejores hospitales americanos. Sus diagnósticos coincidieron plenamente con los de sus colegas españoles. La técnica no estaba tan desarrollada como en la actualidad. Beatriz adoptó una decisión firme, valiente y cristiana. Respetar la vida del monstruo deforme que llevaba en sus entrañas.
Y nació el monstruo. Eran trillizas. Inteligentes y guapísimas, que hoy superan los treinta años de edad.
Escribí el prólogo de un libro cuya protagonista era la amistad. Lo escribió el amigo de un compañero con síndrome de Down, hijo de un extraordinario cirujano de Barcelona. En sus páginas todo era alegría y esperanza. Y no ocultaba el autor su admiración por la evolución física e intelectual de su amigo «Down». Fui vecino, hasta que falleció, de Iñigo, que padecía el síndrome, y adoraba a las mujeres y a las listas de Telefónica. Pícaro e irónico. Cuando, una vez cada año, los operarios de Telefónica depositaban en los portales de la calle García de Paredes las listas para sus abonados, Íñigo subía la calle de vacío y volvía con las listas bajo el brazo. Tochos enormes. Un año consiguió más de doscientas de las Páginas Amarillas. Y por las noches acudía al Teatro de la Villa de Madrid, hoy Fernando Fernán Gómez, para asistir a las representaciones de «Pantaleón y las Visitadoras». –El problema es que estoy enamorado de todas y no me atrevo a elegir a mi novia–.
Patricia, con síndrome de Down, cuando alguna de sus hermanas anunciaba su embarazo, se embarazaba inmediatamente. Y a medida que a sus hermanas se le abultaba el cuerpo con el cuerpo de sus hijos, ella se rellenaba con una almohada para dar a la luz a sus sobrinos. –Estoy teniendo un embarazo pesadísimo–.
He conocido a jóvenes con síndrome de Down inteligentísimos, divertidos y nada merecedores de llevar sobre sus espaldas el estigma, o la mochila de la anormalidad. No son anormales, sino diferentes. Y no conozco a núcleo familiar alguno con hijos o hermanos con el síndrome de Down que se lamente de las circunstancias de sus hijos afectados por el mismo. No los cambiarían por nadie.
Lo que es una inmoralidad es asesinar a quien no ha nacido porque el Servicio de Salud advierta a los padres de las deficiencias del «nasciturus». Y en lo que respecta al coste social, en una sociedad acostumbrada al despilfarro del dinero público en chorradas, abusos, subvenciones y enchufes clamorosos, el cuidado y la atención a los niños supuestamente deficientes –son mucho más inteligentes y sensibles que muchos de los que se consideran “normales”–, no es otra cosa que una humana e inteligente inversión de futuro.
Nada hay de buenismo en este texto. Aborrezco el falso buenismo, pero admiro la valentía, el coraje y la sensibilidad de las familias que no se dejan influir con noticias, en principio siempre pesarosas, de nacimientos de niños «deficientes».
Este artículo se lo dedico a Pepe, hijo de María y Luis, mi sobrino con síndrome de «Down» que se ha convertido en el centro de las alegrías de una casa con unos padres que no matan.
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