Opinión

Carnaval

Hay fiestas y festejos que no soporto. No pretendo ser nombrado Hijo Adoptivo de Buñol. Me parece muy desagradable esa tomatina, a todas luces innecesaria. Tirar tomates no entra en la relación de actividades relacionadas con la inteligencia. Pero comparada con las fiestas y desfiles de disfraces del Carnaval, me planto en Buñol y me lío a tomatazos.

Aborrezco a las lampreas. Camilo José, don Camilo, tan gallego él, las comía con frenesí. Me parecen asquerosas, y su aspecto es repugnante. Cuerpo de anguila, boca de piraña. Viscosas. Pero si me obligan a acudir a una fiesta de disfraces, y sólo me levantan la obligación si consumo un plato de lampreas, le gano a don Camilo.

Nada me aburre más que un sorteo retransmitido por televisión de la Lotería Nacional. Si es el de Navidad, se me antoja devastador. Esos bombos repletos, esos niños cantando, ese público expectante, esa ovación cuando se canta el Gordo... Pero si me invitan a una fiesta de disfraces, y sólo puedo evitar mi presencia asistiendo a un sorteo de Lotería, adquiero un abono de patio de butacas para diez años seguidos.

Me estremecen las personas que hablan gritando, que se ganan la vida berreando, que se enriquecen parpando, que viven del alarido y la ordinariez en el tono de sus voces, que barritan, cacarean y quiebran la armonía del aire con sus berridos perforantes. Pero si me dicen que tengo que ir a una fiesta de disfraces, capaz soy de excusarme alegando un compromiso previo de obligado cumplimiento. Una cena con Elisa Beni o Pilar Rahola.

El carnaval tiene su sentido y su significado. Pero ha perdido seriedad y tino. Hay talento en el carnaval de Cádiz, pero sucede que en Cádiz el talento está asegurado en todas sus manifestaciones populares. Un sorteo de Lotería protagonizado por gaditanos sería espectacular. El carnaval prueba a las personas y establece sus posibilidades de triunfo. En mi juventud ya sabíamos de antemano de qué iban a ir disfrazados los invitados a una fiesta de esas. Los cursis se disfrazaban de Luis XIV, los tontos de quesero holandés o Pierrot, y los de dudosa inclinación sexual –salir del armario, en aquellos años, era empresa sólo reservada a los maricas heroicos–, se disfrazaban de mujeres. Lo pasaban bomba. El montón, es decir, los que no destacaban, se vestían de piratas, de dráculas, de brujas, de turistas y de ciclistas. Alguno de sacerdote, pero siempre se topaban con la críticas de la anfitriona.

El disfraz me agita los desencuentros. Y para mantener mi habitual serenidad y natural simpatía, tenía dos modelos de disfraces que a los pocos minutos de iniciarse la fiesta, casi todos los disfrazados a conciencia envidiaban. O me disfrazaba de luto, o de judoka del Pireo. El disfraz de luto –luto, no Pluto, que también aparecía por los salones festivos–, consistía en un traje gris oscuro, camisa blanca y corbata negra. –¿De qué vienes disfrazado?–, me preguntaba Luis XIV; –de riguroso luto–, y le parecía bien. El de judoka del Pireo consistía en un gorro griego, una chaqueta blanca de judo con su correspondiente cinturón –el verde era mi color preferido durante el anterior régimen–, y sobre el brazo derecho, la chaqueta de verdad. De tal modo que a los diez minutos me cambiaba de chaqueta –algo muy habitual en aquella España y en la España de hoy–, guardaba la de judo y pasaba el resto de la fiesta vestido de persona normal. Tuve, gracias a esa triquiñuela, mucho éxito con las mujeres, nada dispuestas a bailar una balada de Moustaki con un quesero holandés.

Estamos en Carnaval. El entierro de la sardina anuncia la primavera. Que la entierren ya, con urgencia, aunque sea antes de tiempo.