Opinión

Inmenso Don Arturo

Don Arturo Fernández ha cumplido noventa años. Por un lado, molesto. Por el otro, formidable. Alcanzar los noventa años en plena madurez intelectual y la cima del arte de la interpretación es más que una victoria. Noventa años de los que setenta ha trabajado en el cine, en la televisión y sobre los escenarios sin percibir –como una gran mayoría de sus compañeros de profesión– ni un euro de dinero público, ni un euro de subvención y ninguna ventaja de la Administración. Sucede que don Arturo es un genio, como actor, como director y como productor, y siempre llena los teatros. Como persona –y ahí Carmen tiene mucho que ver–, inconmensurable. Tan sólo lo he visto una vez en la vida algo molesto con el que escribe. Se encaprichó con un jersey de «cashmere» verde carruaje que terminaba de comprar en las «Burligton Arcade» de Londres, y no se lo regalé. Quizá, por esa sencilla y simple razón, lleva años sin convidarme a comer angulas en «Kulixka». O quizá también, porque que han perdido cotización sus valores en Bolsa y las angulas, a pesar de los llenos diarios en el teatro, se hallan por su alto precio fuera de sus posibilidades. Que ya lo escribió el gran Saki: «Vivo tan por encima de mis posibilidades, que por decirlo de alguna manera, vivimos aparte».

Hoy, historia inédita, voy a narrar cómo, cuándo y dónde conocí a mi amigo Arturo. En la base del Naranjo de Bulnes, conocido en su Asturias como el «Urriellu». Uno y otro vestidos de escaladores, con nuestros anoraks, nuestras botas de clavos, nuestras cuerdas y nuestros piolets. Ante nosotros, la enorme piedra del Naranjo. Sucedió el 12 de agosto de 1977, que amaneció sin nubes y cielo azul cobalto. Nos presentamos como lo hacen los escaladores de montaña, con frialdad. E iniciamos la ascensión. Habíamos superado los dos metros de ascenso, aproximadamente, cuando Arturo se dirigió a mí. «Chatín, mira hacia arriba y lo alta y vertical que es esta montaña. ¿Te parece que lo dejemos y nos vayamos a comer un buen cocido lebaniego?». Consulté con mis muslos y mis corvas, acusadamente deterioradas, y acepté su sugerencia. Abandonamos al pie del «Urriellu» los anoraks, las botas de clavos, las cuerdas y los piolets, llegamos hasta los coches y nos dirigimos a «El Oso» de Cosgaya, donde se sirve el mejor cocido lebaniego del mundo. Allí nos recibieron Severo, Cari, y sus hijas –sólo estaban Ana y Cari–, y disfrutamos del cocido y la charla como enanos. No llamamos a los postizos, Vladi y Cayín, porque son muy envidiosos de la belleza masculina, y con Arturo y conmigo lo iban a pasar fatal. Pero todo son detalles sin importancia. Lo que nadie sabe de nuestras biografías es que Arturo y yo compaginábamos nuestras profesiones con el deporte de escalar altas montañas, y una tarde en San Sebastián, en plena Semana Grande y con Arturo actuando en el Teatro Victoria Eugenia, aprovechamos una mañana para ascender hasta la mitad del monte Igueldo, por unos senderos entre maizales y manzanos, bastante peligroso también.

A partir de los 70 años, Arturo abandonó el alpinismo y se centró en su profesión, con un éxito arrollador. No cuenta con el reconocimiento de los amargados y los gorrones del dinero público, porque triunfar en la interpretación, la dirección y la producción teatral o de televisión, sin llevarse al bolsillo el dinero público que perciben los mediocres apesebrados por la política, es un pecado imperdonable. A pesar de ello, Arturo siempre habla bien y con misericordia de los que envidian sus triunfos constantes y repetidos.

Arturo es asturiano, de Gijón, y en el resto de España el mejor embajador que ha tenido Asturias. Arturo es un genio metido en el cuerpo de un hombre bueno y generoso. Arturo es mi amigo, pero no por ello le dedico este texto. Arturo es un personaje excepcional del Teatro, el Cine y la Televisión, y esa excepcionalidad es la que me obliga a ofrecerle mi homenaje. Pero no pienso regalarle el jersey de Grosvenor & Parva verde carruaje, y me temo que me he quedado, una vez más, sin angulas.

Muchas, muchas felicidades, genio.