Opinión

Cómo frenar la despoblación

La riqueza se genera a través de la cooperación humana: cuanto más cerca estén las personas entre sí, más y mejor pueden cooperar y, por ende, más riqueza pueden generar. Es lo que se conoce como «economías de aglomeración» y es la principal razón por la que las ciudades constituyen incuestionables focos de atracción para la inmensa mayoría de individuos: es en las ciudades donde se genera la mayor parte del Producto Interior Bruto mundial y donde existen las mayores y mejores oportunidades laborales. La consultora McKinsey, por ejemplo, estima que, en apenas un lustro, el 25% de la población mundial y el 60% del PIB global estará concentrado en las 600 mayores ciudades del planeta. La tendencia es difícilmente reversible: es muy legítimo que las personas aspiren a vivir mejor y, para ello, necesitan de mayores ingresos y esos mayores ingresos los consiguen con mucha más facilidad en las ciudades que en el campo. España, de hecho, ya experimentó durante los años 60 un proceso de intensas migraciones internas desde el campo a la ciudad: conforme la agricultura fue perdiendo relevancia económica y, en cambio, la fueron ganando la industria o los servicios, permanecer en el campo fue perdiendo gran parte de su sentido, de modo que la propia población fue la que decidió trasladarse a las ciudades. En la actualidad, y por razones parecidas, España está sufriendo una segunda ola de migraciones internas, pero ya no desde el campo a la ciudad, sino desde las pequeñas ciudades a las grandes ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia, Zaragoza o Málaga. Si cada vez las redes económicas generadoras de valor van agrupándose alrededor de estas grandes urbes, es normal que los propios ciudadanos busquen ampliar sus oportunidades vitales en ellas. Es más, en el futuro no muy lejano no es nada descartable que lo que hoy son migraciones internas dentro de España se conviertan en auténticas migraciones internacionales hacia las nuevas megalópolis mundiales (Londres, Nueva York o Shanghái), provocando que la despoblación de «la periferia» española se convierta en una despoblación general de España por ubicarse ésta en la nueva periferia mundial. En todo caso, la actual despoblación de amplias regiones españolas resulta problemática por sí misma, dado que aquellas personas que opten por seguir residiendo dentro de ellas experimentarán un progresivo empobrecimiento en relación con el resto del país: algo que puede alimentar los discursos populistas y antiglobalización (por ejemplo, ha quedado acreditado que las tensiones campo/ciudad en Reino Unido tuvieron una influencia decisiva en la victoria del Brexit). Llegados a este punto, ¿cómo frenar, o al menos contener, los efectos de la despoblación? Al respecto, existen dos grandes modelos de actuación: el primero se basa en las trasferencias perpetuas desde la «ciudad» al «campo» (incluyendo dentro de este último término a las pequeñas ciudades que también van quedándose despobladas). Es decir, se trataría de gravar la riqueza que se genera dentro de las ciudades para repartir una parte de ella a los que permanecen en el campo; pero al margen de generar relaciones parasitarias y de dependencia entre el campo y la ciudad, se trata de una fórmula en gran medida condenada al fracaso: si la riqueza se sigue generando en las ciudades, la población tenderá a mudarse a ellas por mucho que se le redistribuyan ciertas migajas en el campo. El otro modelo, si bien tampoco es infalible, sí ofrece mayores opciones de éxito: para que el campo pueda competir con la ciudad, necesita diferenciarse y ofrecer a las empresas algo que no les ofrezca la ciudad. Por ejemplo, mayor flexibilidad regulatoria e impuestos más bajos. Teruel jamás será capaz de competir con Madrid (¡o con Zaragoza!) si ambas regiones cargan con el mismo salario mínimo y con el mismo Impuesto sobre Sociedades: en cambio, si Teruel fuera capaz de distinguirse de Madrid (o Zaragoza) y ofrecer un entorno de negocios más atractivo para las empresas, puede que algunas de ellas renunciar establecerse en las ciudades (donde salen muy beneficiadas por las economías de aglomeración) y optaran por instalarse en áreas que actualmente se hallan en proceso de despoblación. Una estrategia similar a ésta fue la que adoptó hace 40 años la República de Irlanda
–por aquel entonces, una de las regiones periféricas más pobres de Europa– bajando el Impuesto sobre Sociedades al 12,5% y deviniendo en la actualidad una de las zonas más ricas de Europa.
No hay fórmulas mágicas para frenar la despoblación rural, pero el camino para que alguna de ellas pueda tener éxito pasa inevitablemente por descentralizarnos regulatoria y fiscalmente. Sin ello, las grandes urbes seguirán absorbiendo la riqueza y la población del resto de España.