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Opinión

No llores por mí, congresista

Esta semana en Estados Unidos se han dado a conocer las riquezas que, al parecer, posee el demócrata Bernie Sanders. En su propio partido, fue el principal rival de Hillary Clinton acusándola de poco izquierdista. Nadie puede objetarle querer prosperar, pero la prensa de allí, socarrona, se pregunta ahora, con buen juicio, por qué censura en los demás las acumulaciones que tanto le gustan para él mismo.

Ya dio muestras de ese doble rasero el año pasado en Barcelona cuando vino, invitado por Ada Colau, a participar en un congreso sobre populismo. Las argumentaciones de Sanders resultaron ser la principal decepción intelectual de las jornadas. Uno se esperaba iluminadores análisis sobre qué es populismo, cuándo empezó y dónde encuentra sus límites y no hubo nada de eso. En su lugar, Sanders y Colau pretendieron convencer a quienes escuchaban (y a sí mismos) de que había un populismo bueno y otro malo. Vaya por Dios. Tal línea de pensamiento no coincidía con las disecciones de los principales expertos mundiales, pero en seguida quedó todo aclarado cuando se supo que lo que Sanders y Colau llamaban populismo bueno resultaba ser una cosa muy parecida a lo que ellos estaban haciendo en política.

Tres consecuencias se hacían evidentes enseguida. La primera, que estábamos ante un gigantesco acto de blanqueo personal. La segunda, que Sanders ya mostraba entonces ese doble criterio excluyente de pensar que una cosa está bien cuando la practica él y que, cuando los demás hacen lo mismo, merecen ser acusados de lacayos del Down Jones. Estas dos primeras consecuencias son moralmente negativas, pero la tercera bien pudiera resultar positiva para aclarar el panorama de pensamiento. Porque significa que, quizá sin apercibirse, se reconocían ambos como populistas y se aceptaban como tales. Intentar blanquear entonces el populismo no sé si es algo un poco feo, pero qué remedio les quedaba. Podemos ser comprensivos con cierta contrariedad de Ada Colau por haber deseado siempre protagonizar «Evita» y no haberlo conseguido de joven, cuando estudiaba teatro. Pero los administrados no nos merecemos padecer la compensación ideológica y política de esa frustración.