Opinión

Sufragismo en el siglo I

El comportamiento de Jesús con las mujeres es incomprensible para la sociedad palestina del siglo I. Es tal el anacronismo, que los historiadores no se lo explican. Estamos tan aburridos de los evangelios que no nos enteramos de que, cuando el nazareno habla con ellas, cuando se deja tocar por las impuras, cuando las hace testigos de los principales sucesos de su vida, se está comportando como un marciano en su época.

Según los cánones judíos, la mujer era el centro del hogar y no se esperaba de ella vida pública. Pasaba del padre al esposo y no podía divorciarse (el varón, sí). No tenía derecho a heredar, ni siquiera podía prestar testimonio ante un tribunal. Cuando padecía la regla no estaba autorizada a tocar ni ser tocada, hasta pasar por la piscina de la purificación.

Con Jesús, todas estas reglas se pulverizan extrañamente. Cambia las leyes de repudio y las iguala para hombre y mujer. La hemorroísa lo agarra del manto y queda curada. La prostituta le limpia los pies con los cabellos, para escándalo del fariseo Simón. La samaritana departe con él junto a un brocal (los discípulos se sorprenden al encontrarlos hablando). Las mujeres son parte de la caravana que lo acompaña por los pueblos y tres de ellas, al menos, le ayudan económicamente: Juana de Cusa (esposa del rico administrador de Herodes Antipas), Magdalena –ciudadana de Magdala, próspero puerto en plena ruta de la seda– y Susana.

La importancia de la mujer en los Evangelios se hace más incomprensible cuando la única testigo de la Encarnación resulta ser la propia María de Nazaret, sólo ella estuvo con el ángel. O cuando la primera en verlo resucitado es Magdalena. Si alguien quería restar fiabilidad a unos hechos, no podía hacerlo mejor. ¡El evangelista precisa que los apóstoles no las creyeron cuando regresaron de la tumba vacía! Me detendría, en fin, en el caso de Marta, hermana de María y de Lázaro. Con ocasión de la muerte del amigo de Jesús, esta mujer testimonia las verdades más profundas de la fe, las que después confesará Pedro, el apóstol. Jesús le pregunta si cree en Él: «Sí, Señor –responde– creo firmemente que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». Para el nazareno, hombres y mujeres son indistintamente interlocutores, anunciadores, profetas.

En esta subversión de los cánones reconocemos la revolución cultural que supuso el cristianismo («ya no hay esclavo ni libre», «ya no hay hombre ni mujer» escribiría San Pablo). La absoluta novedad que dejó impresionados a sus contemporáneos y celebramos estos días. El sufragismo se queda pequeño ante este cambio, que sentó los fundamentos de la igualdad plena.