Opinión

Volviendo a Nietzsche

La figura del filósofo alemán de una forma u otra siempre ha estado presente en el imaginario europeo e incluso se le consideró como el ideólogo de aquella generación española del 98, realidad e invención, que señaló las letras y hasta cierto pesimismo intelectual hasta hoy mismo. Estaba leyendo una nueva biografía de Nietzsche de Sue Prideux con un exagerado título: «¡Soy dinamita!. Una vida de Nietzsche», recién aparecida en la editorial Ariel, cuando me llegó la noticia del fallecimiento del maestro Gonzalo Sobejano. Nacido en Murcia en 1928, falleció en Nueva York, el pasado diez de abril. El lector habrá advertido que la asociación no resulta casual. Sobejano fue autor de un libro esencial en muchos aspectos, «Nietzsche en España», estudio de 684 páginas, publicado en 1967, ligeramente ampliado y revisado en la segunda edición de 2004. En él se traslucía ya que aquella generación del 98 debería situarse, así como la influencia de Nietzsche, en un contexto europeo general. Y Sue Prideaux aseguraba que el filósofo alemán había sufrido equívocas interpretaciones y utilizaciones políticas, que en nada respondían a su ideario individualista. Sirviéndose de cartas, memorias y manifestaciones del contexto traza un entramado de la vida del filósofo en un ámbito de la Europa de la época, en el círculo minoritario donde se movió y cuyo centro era, sin duda, Wagner. Pero el pensamiento de Nietzsche encontró terreno abonado por Shopenhauer, cuya influencia en España fue también considerable. No deja de resultar apasionante la figura de Lou Salomé, una mujer libre que atrajo a figuras tan decisivas como Nietzsche, Rilke y Freud. Durante su compleja estancia en Tautenburg con Nietzsche: «Hablaban hasta medianoche y aún hasta más tarde, lo que sacaba de quicio al patrón de la granja/.../ La interpretación de Lou de sus conversaciones durante las tres semanas en Tautenburg fue que, básicamente, no hablaron de otra cosa que de Dios. Ella llegó a la conclusión de que Nietzsche era demasiado religioso para negar a Dios». La doctrina del «eterno retorno» suponía «amar a tu destino, aceptarlo y asumirlo».

El ambiente musical en el que se desarrolla esta cultura elitista alcanza al pensador, que también compone. Sin abandonar el círculo wagneriano, entiende que Wagner es decadente, desde un punto de vista religioso en Parsifal o nacionalista en Meistersinger. Asoma aquí un concepto que resultará clave para analizar la estética finisecular, pero, pese a la capacidad crítica del filósofo, éste sigue manifestando que Parsifal es la mayor obra maestra y admite: «Admiro esta obra, me gustaría haberla escrito yo mismo». Pero en buena medida utiliza la autobiografía no sin humor e ironía. La reconstrucción de su personalidad, a menudo atormentada, siempre provocadora, contradice tópicos que permitieron utilizarlo en el pasado, desde los anarquistas a los nazis. Admira y se siente admirado por la cultura francesa. La alemana no ha logrado todavía construir un estado. Y con la frase elegida en el título: «Yo no soy un hombre, soy dinamita» entiende la autora que fue desvirtuada al considerarla como premonición del III Reich. Parece más convincente suponer que no deja de ser un desafío moral: «Dionisio contra el crucificado». Observado siempre desde la perspectiva filosófica, esta visión biográfica, narrada como una novela (Sue Prideaux es también novelista), de trágico y harto conocido final contradictorio, permite considerar, con una abundante documentación, su obra y hasta su pensamiento con otra actitud.

Gonzalo Sobejano, aunque convivió con el exilio histórico en las instituciones docentes estadounidenses, formado en su juventud –como era de rigor– y docente en universidades alemanas, considera como propósito de su documentada influencia de Nietzsche en España que a fines del siglo XIX Zola, Tolstoi, Ibsen, Verlaine y Nietzsche constituían las referencias esenciales en la cultura española, pero entiende que «la de Nietzsche es la más duradera». Y la influencia del pensador alemán se convierte en el deseado camino que debía aproximar España al resto de Europa. Paradójicamente llega a través de un poeta católico y derechas, Joan Maragall, director entonces del conservador «Diario de Barcelona». Pero ya Max Nordau había introducido el término «degeneración», aunque sus dictámenes resulten escasamente atractivos. Nietzsche logró, en alguna ocasión, por su sinceridad emocional, interesar a varias generaciones que constituyen el eje de la cultura española que llega, tal vez, hasta hoy mismo. Su radicalismo y su escaso pudor permite entenderlo como otra pieza de la postmodernidad. Gonzalo Sobejano supo verlo, así como trazar el panorama más convincente de la narrativa española del pasado siglo. Como tantos de su promoción anduvo sobre períodos diversos de la literatura española. Mantuvo su fidelidad murciana y fue aquella la primera promoción que, para ejercer con dignidad su profesión, tuvo que abandonar España. No fue una generación de exiliados, sino una primera fuga de cerebros. No habría logrado aquí la posibilidad de alcanzar honores y distinciones que no vienen al caso, aunque tampoco trabajar con la hondura y comodidad en lo que verdaderamente le interesó. Le conocí poco, pero le leí siempre.