Opinión

Día de los enfermos

El próximo domingo celebraremos la Jornada o Día de los enfermos. La atención solícita, el cuidado entrañable, la cercanía y la ayuda a los enfermos es parte integrante de la evangelización, que es anuncio y testimonio del Evangelio del amor y este amor a los enfermos que acompaña la evangelización es uno de los signos más privilegiados de que ha llegado la salvación. Jesús «los envió con estas instrucciones –lee–os en el Evangelio­ ‘Id y proclamad que el Reino de los cielos está cerca. Sanad a los enfermos’» (Mt 10,5.8). Celebramos esta Jornada pidiendo de una manera especial por los enfermos ellos. Sentimos la llamada de Dios a estar muy cercanos a todos estos hermanos nuestros y también a sus familias, que son los que están de verdad a su lado, sufren con ellos y junto a ellos, los quieren y cuidan con todo el amor. A través de esta cercanía nuestra, del amor, presencia, ternura y cuidado solícito de ellos, deberán experimentar la cercanía suprema de Dios. Nadie como Él, como vemos en su Hijo Jesucristo, está tan cercano a estos hermanos, los enfermos, a los que tantísimo les debemos, porque, entre otras cosas, son en buena parte los que llevan la Iglesia, están completando con sus sufrimientos la pasión redentora de Cristo, están llevando a cabo con Él la salvación de los hombres, que tanto necesitamos de ella. En Cristo, médico de los cuerpos y de las almas, Dios ha visitado a su pueblo, se ha hecho cercano, próximo a él. Señal espléndida de que Dios está con nosotros, con los hombres, sus hijos y su pueblo, es la compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de enfermos de todo tipo. Jesús vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan. Su compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: ‘estuve enfermo y me visitasteis’. Su amor de predilección para con los enfermos no ha cesado, a lo largo de los siglos, de suscitar la atención muy particular de los cristianos hacia todos los que sufren en su cuerpo y en su alma. Lo vemos y encontramos a Él, a Jesucristo, en los enfermos. Ahí lo tenemos presente y vivo.

La Iglesia que ha recibido de su Señor la tarea de velar cuidadosamente por ellos, de aliviar con todos sus esfuerzos y sin desmayo a los que sufren, cumple su misión con sus cuidados solícitos a través de la dedicación infatigable de tantos hermanos, por la oración de intercesión con que acompaña a los enfermos, con la Palabra de Dios que ilumina, alienta y consuela y, particularmente, con los medios de gracia, los sacramentos, con que los hace partícipes de los bienes de la salvación y del amor de Dios (Eucaristía, Penitencia y Unción). La enfermedad, junto con las debilidades que puede comportar, es una situación en la vida en la que el don de Dios se hace muy presente: así muestra su cercanía. La enfermedad puede ayudar a discernir más que en otros momentos pletóricos de fuerza lo que verdaderamente cuenta, lo que es esencial y lo que no lo es. Ella acerca más a Dios, no sólo a los enfermos, sino también a las familias, y ayuda a comprobar cuán verdad son aquellas palabras de san Pablo «Mi gracia te basta; mi fuerza se muestra perfecta en su flaqueza. Los sufrimientos tienen como sentido completar en la carne propia lo que falta a las tribulaciones de Cristo en favor de su cuerpo que es la Iglesia». La enfermedad y la vejez hacen vivir más cara a Dios, Señor de la vida y de la muerte, volver a Dios, poner ante El la vida e implorar de El su misericordia, su compasi ori y su perdón. Por esto es necesario que las familias, en medio de su sufrimiento, puedan ver y comprobar que la enfermedad de uno de sus miembros puede ser ocasión para descubrir a Dios, para acercarse a Él y para ver y vivir con esperanza la visita de Dios: «lo que Dios quiera», repiten tantas veces los enfermos y así no están diciendo «sólo Dios, sólo Él es necesario». ¿Cabe más fe y confianza? Éstos son los que llevan de verdad a la Iglesia entera. Roguemos por ellos, volquémonos con ellos, estemos enteramente a su lado hasta el último momento de su vida. Este «Día o Jornada de los enfermos», una vez más, nos llama a todos a que seamos el rostro de un Dios cercano que les quiere y que se desvive por ellos, que seamos la manifestación de la madre Iglesia, que con Cristo, su Señor, sufre con sus hijos enfermos, que está al lado de ellos y de sus familias. Oremos por los enfermos y sus familias. Amemos entrañablemente a los enfermos y acompañemos a sus familias. Estemos a su lado. No regateemos ningún esfuerzo en su favor. Seamos alivio, consuelo, compañía, curación, luz y esperanza para ellos. Luchemos por los enfermos.

A los que padecen la enfermedad, a vosotros queridísimos hermanos, enfermos, que os identificáis con Jesús crucificado, y que le buscáis como salud, os digo que os quiero, que os admiro, que pido por vosotros. Os digo también ¡Gracias! ¡Gracias porque pocos como vosotros hacen más que vosotros por la humanidad y por la Iglesia. ¡Gracias por vuestro testimonio! Cuánto aprendo de vosotros cuando os visito. Y sobre todo aprendo a decir con más verdad eso que vosotros repetís tan de todo corazón : «Lo que Dios quiera, en sus manos nos ponemos”. Nada más importante que lo que vosotros vivís: “hacer la voluntad de Dios», eso es lo que salva, eso es lo que cambia el mundo. Vosotros, enfermos, seguid confiando en Dios, seguid confiando en Jesucristo, que está tan cercano a vosotros, que se identifica con vosotros. Con afecto para todos, sobre todo para los enfermos. Que Dios os bendiga.