Opinión
Vaciada
Igual que ocurre con la idea más o menos admitida del universo y la vida, y con tantas cosas, en política se puede tener la sensación de que no conocemos la realidad, ni conseguimos entenderla. Que, por mucho que se analice, no es posible ver lo importante, porque el cerebro, pero sobre todo la moral, impiden hacerse una idea aproximada o medianamente realista de lo que pasa. Son incomprensibles como el universo los actos ignominiosos, la ferocidad del interés económico y las ansias patológicas de poder de algunos, tan dañinas para el interés general. Recuerdo una anécdota ilustrativa: hace años, una diputada discreta, de firmes convicciones, una mujer trabajadora y sensata como pocas he conocido, una noche me hizo una confesión, avergonzada y con un incontenible deseo de contarlo todo, supongo que para aliviar su conciencia; fue después de una conferencia que yo había ido a impartir en una ciudad lejos de la villa y corte: «He visto tantas cosas ahorribles desde mi puesto en política... He sido testigo de cómo se presionaba a otros gobiernos y luego se cambiaban incluso las leyes para que algunos pudieran hacer negocios en distintos mercados. No te puedes imaginar lo que se puede hacer, lo que se hace cada día». Me reservo el nombre de esos países, que por otra parte son los de siempre, y de la mujer que me dijo aquello temblando; ella no había participado en negocios sucios, pero sí fue testigo –estupefacta, aterrada, desconcertada– forzosamente silente, de los métodos mafiosos de un saqueo institucionalizado global. Eran otros tiempos, pero no hace tanto; todo el mundo sabía, participaba... o callaba. El silencio también era cómplice. Una época en la que los asuntos turbios permanecían ocultos. La impunidad funcionaba a la perfección. Hoy, todo acaba sabiéndose. No porque seamos más morales, sino porque hay más medios para la filtración, y más resentimiento social, que empuja hacia la venganza. La diputada se confesó después de prestarme una inesperada confianza, y de tomar algo junto con otras personas en un bar provinciano, de maravillosa cocina, en una ciudad de esas que presumen de «calidad de vida» porque la tienen. Mucha calidad, pero poca vida, ya que era uno de esos lugares que ahora llamamos la España vaciada. (Vaciada de fondos, digo yo).
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