Opinión

Guerra sin cuartel

Difícilmente Pablo Iglesias podrá echar mano de cortafuegos. Ha salido demasiado escaldado de las urnas. Achicharrado, en realidad. Los golpes le caen sin descanso, pero el secretario general de Podemos cree estar cargado de razones para pensar que, en medio de la debacle, es el único capaz de levantar su proyecto y los ciudadanos no tendrán otro remedio que terminar premiándole de nuevo. Y las consecuencias están a la vista. Refugiado entre sus cada vez más menguados fieles, los mismos que le repiten al oído que su figura «es mucho más fuerte que la del partido», Iglesias se ha visto obligado a apartar de la Secretaría de Organización a Pablo Echenique –famoso por su incapacidad de relacionarse con los «barones» territoriales– sustituyéndolo por otro afín, Alberto Rodríguez, en un intento de contener las críticas internas.

Tales van a ser sus credenciales ante la convocatoria este fin de semana del Consejo Ciudadano. A todas luces, insuficientes. En poco más de un mes, su legitimidad se ha dado la vuelta como un calcetín. Lo venda como lo venda, el fracaso ha dejado descolocadas sus piezas. El debate sobre el liderazgo de Iglesias ha salido de la clandestinidad y no oculta su disgusto por los comentarios que le llegan. De hecho, sus interlocutores le han escuchado clamar contra los «traidores», sobre todo descargando la rabia contra quien fuera tan cercano a él, Ramón Espinar, que ha pedido redefinir el rumbo de la organización para, en vez de «cortar cabezas», «incorporar más». Sin embargo, cuando la guardia de corps de Iglesias escucha a quien fuese rostro visible de los morados en Madrid, la única conclusión a la que llegan es que «clama en el desierto», que «no hay nadie tras él» o que «tiene afán de protagonismo». Así se mueve ya el líder de Podemos: aislado en un reducido círculo, cada día más fuera de la realidad.