Opinión

La pedrea política

Nos quedan por delante más de diez días de cábalas y rompecabezas de pactos. Son el efecto de unas elecciones muy repartidas que han dejado a todas las formaciones con algún factor de debilidad, lo cual provoca que en mayor o menor medida todos dependan de las decisiones de otros para conseguir lo que quieren. Esa dependencia hace que las expectativas de lo que entienden algunos políticos como pactos razonables no coincidan muchas veces con la idea que tienen de lo mismo aquellos con quiénes precisamente desearían pactar. Muchas veces también lo que la aritmética parecía indicar como lógico al día siguiente de las elecciones no se cumplirá en muchos lugares por variadas razones de prestigio, propaganda, estrategia o interés. Finalmente, las condiciones singulares de cada municipio o autonomía harán además que el pacto que se esgrime como imposible en un sitio sea presentado como sensato y necesario en otro.

Por tanto, es bastante previsible que los próximos días vayamos a presenciar un desfile de variados romances, calabazas, reproches y despechos dignos del más retorcido de los culebrones. Y me parece que eso es lo único verdaderamente profetizable de las próximas jornadas. Porque la realidad es que nadie sabe nada y todo está suspendido en un finísimo colchón de aire formado por la vanidad política, la ideología y conseguir el mayor poder político práctico posible. Para justificar sus posiciones en cada pacto y cada lugar, los partidos de derecha se harán pasar por menos de derecha o por más de derecha si hace falta y, de la misma manera, los partidos de izquierda oscilarán sin rubor entre dar una imagen de pactistas morigerados a lo Olof Palme o convertirse en el soviet supremo allá donde convenga. Si a tal panorama añadimos esos ejemplos tan españoles, propios de diván siquiátrico, de aquellos partidos que de por sí son derechistas pero están absolutamente convencidos de ser de izquierdas (como el partido de Puigdemont o ERC), el cuadro de confusión ideológica y negociadora va a ser, estos próximos días, digno de verse.

Pero el contorsionismo ideológico es algo a lo que ya nos tienen acostumbrados los políticos españoles. Y eso, aunque decirlo claramente suene muy poco esencialista y purista, no es necesariamente malo. Cualquiera que haya tenido relaciones afectivas con una contorsionista me reconocerá que hay momentos muy concretos de gran estímulo en una relación de ese tipo. En el caso de nuestros políticos, las relaciones serán más efectivas que afectivas pero, si algo va a resultar positivo de todo este mapa de debilidades que nos ha dejado las elecciones, será que todos van a verse obligados a practicar y tomar clases en ese delicado arte de entenderse y llegar a acuerdos.

El votante, al fin y al cabo, no desea otra cosa que eso. Y tal deseo es lo que indica el veredicto de las urnas. Porque, de no ser así, gran parte de los votantes no hubieran avalado con su voto a las formaciones nuevas. Si la gran mayoría de españoles quisieran que el bipartidismo continuara, éstas no habrían prosperado. Pero, del mismo modo, si los españoles desearan la desaparición total del bipartidismo, hace tiempo que PP y PSOE habrían sido barridos del mapa electoral y, en cambio, siguen siendo en nuestro país los partidos más votados. Podríamos decir que la media de los españoles lo que persiguen es una especie de bipartidismo corregido, controlado en sus excesos por unas formaciones políticas de vigilantes de la playa. Preocupa saber si es una idea un poco infantil, pero aún más saber si nuestros políticos tendrán la capacidad de llevarla a cabo.