Opinión

¿Quién manda aquí?

En Dinamarca no ha habido mayorías absolutas desde hace cien años y, a pesar de ello, su administración, gobierno y sociedad han seguido progresando. Eso demuestra que nada más efectivo que la necesidad y la costumbre para sacar adelante las cosas.

Las necesidades en nuestro país están bastante claras y no van a cambiar demasiado en los próximos tiempos, pero algunas costumbres puede que sí lo hagan. Aquí se suele decir, de un modo un tanto petulante, que no tenemos cultura de pacto, pero no sé si es cierto. Al igual que los europeos –que cuando vieron la tarea de reconstrucción que les esperaba tras la segunda guerra mundial, se pusieron rápidamente de acuerdo en no pelearse más– los españoles hicimos algo parecido tras la guerra civil. Lo que pasa es que aquí la costumbre de pactos de los últimos veinticinco años se basó sobre todo en el pacto-chantaje debido a la sobrerrepresentación de algunas minorías en nuestro sistema electoral.

Ahora, los pactos van a ser un poco diferentes. No se tratará tanto como antes de un grupo de gran peso que depende de otro pequeño, sino de grupos de peso medio e impacto muy localizado que intentarán jugar cada uno con las flaquezas de los otros. Se nota que en eso ciertamente no hay tanta costumbre, porque para acercarse a esos nuevos pactos se ha utilizado la vieja e inservible retórica de las altisonantes y épicas líneas rojas. Por supuesto, a la hora de la verdad, en menos de media semana, las líneas rojas de todos han empezado a desteñirse y, aunque parezca poco serio, eso en el fondo es buena cosa. Porque para pedirnos un pedazo de poder debemos hablar, deliberar y negociar entre nosotros. Y eso obliga a mirarse unos a otros, mostrar las pretensiones, ser transparentes hasta la obscenidad.

Decía DeGaulle que no hay nada que refuerce más la autoridad que el silencio. Lo bueno de los pactos es que, cuando algunos políticos procuran aparentar estar por encima de las pasiones, necesidades y debilidades de cualquier hijo de vecino, la obligación de negociar les hace aparecer en público necesariamente por el camino más democrático del mundo: que es aquel de convertirse en espectáculo, nos guste o no, los unos para los otros.