Opinión

Infidelidad

Con ocasión de la constitución del nuevo Parlamento europeo, hemos tenido estos días la oportunidad de escuchar (dentro y fuera de la cámara) discursos de representantes del Sinn Fein, de Puigdemont y de otros conspicuos nacionalistas coincidiendo, todos ellos, en levantar mucho la voz y fingirse muy enfadados. Es constatable que los cornudos irascibles siempre resultan cómicos. Por supuesto, no estoy diciendo para nada que ninguna de estas personas tenga problemas de confianza con su pareja, Dios me libre. Lo que quiero decir es que ellos sienten que quien les ha sido infiel, desde su punto de vista, ha sido Europa.

Todos estos nacionalistas, veían a Europa como una criatura virginal, una señorita romántica y boba que iba a confirmar sus delirantes aspiraciones supremacistas y que se escandalizaría histéricamente al ver cómo se les negaba ese derecho que ellos pretenden poseer a hacer daño. Pero ha resultado que Europa era una señora razonable y sensata, con mucha experiencia científica, que les ha dicho que si quieren algo se unan y cambien las leyes en lugar de vulnerarlas a su capricho e interés.

Puesto que cualquier supremacismo regional es un pensamiento básicamente mágico apoyado en la fe, eso de que Europa ya no se rija por la fe sino por el estado de derecho lo llevan mal estos representantes. Si tu mundo gira en torno a la fe es lógico que el espectáculo de la infidelidad te saque de quicio y pretendas siempre satanizar al infiel. Por ese proceso mental aberrante todavía se lapida a las adúlteras en muchos lugares del mundo. Pero aquí los europeos hemos decidido que eso ya no lo hacemos. La vieja dama europea ha dicho en Estrasburgo a los nacionalistas que prefiere tener relaciones con el estado de derecho que con ellos. Les ha recordado que nadie ha vulnerado sus garantías, a la vez que rechazaba sus quejas y sus pretensiones cautelares. Comín , Boye, Puigdemont y compañía afirman que no han entrado en Francia por la posibilidad de ser detenidos. Pero es factible pensar que, en realidad, no hayan podido entrar porque el enorme, desmesurado y barroco tamaño de sus cornamentas no les permitía ya pasar por el quicio de las puertas francesas.