Opinión
Lo sustancial en la Iglesia
De vez en cuando la Iglesia aparece en los medios y no siempre se la refleja en lo que es y para lo que está. Y a esto también podemos contribuir los que formamos la Iglesia, oficial o no. En el fondo y en muchos casos se la ve como una gran empresa de servicios sociales, o una gran maquinaria de acciones, incluso como una gran ONG, o como una asociación correosa, con la que nos topamos –«con la Iglesia hemos topado»– pero tal vez falta ir más al fondo y a lo que es sustancial en ella, a pesar de nuestras debilidades que nunca faltan: a su dimensión religiosa, que la constituye como obra de Dios y don que nos viene de Dios para la salvación de los hombres, como presencia de Jesucristo vivo entre los hombres que obra su salvación universal por medio de ella. Por señalar algún hecho: se comenta, se dice que el Sínodo que muy probablemente se vaya a convocar para la Iglesia en Alemania va traer no sé qué cambios que tienen que ver con su estructura, con su disciplina, con su vida y enseñanza moral. Y por eso, el Papa ha escrito una Carta preciosa y espléndida al Pueblo de Dios que peregrina en Alemania, en la que dice que no son cambios estructurales sino vuelta a lo esencial, a lo sustancial que es la fe, la revitalización de la fe en Dios y en su Hijo Jesucristo, centro de lo que es la Iglesia. Otro caso: el que se refiere al próximo Sínodo para la Amazonía; no sé cuántas hipótesis y expectativas se han fabricado, como si lo importante de este encuentro de obispos fuese aprobar la ordenación de sacerdotes casados, viri probati en el argot eclesiástico, o abolir el celibato o establecer unas normas conforme a las culturas y necesidades de aquellos países amazónicos, como si las culturas fuesen o debiesen ser el criterio de la Iglesia. Pero uno lee el «instrumentum laboris» y se encuentra con que las cosas van por otra parte: ser Iglesia en la selva amazónica con la respuesta que debe darse ante las cuestiones planteadas por la ecología integral, expresión muy exigente que fue acuñada por el Papa Francisco (me consta por ellos mismos, que aquellos pueblos indígenas amazónicos lo que nos piden y les preocupan es que les respetemos y les ayudemos a ser buenos cristianos, que lo demás ya lo harán ellos). Así, entre especulaciones y conjeturas y rumores se va desdibujan la identidad propia y rostro de la Iglesia y esto no es casual. La Iglesia, atenta a tantas indigencias, carencias, pobrezas, quiebras humanas, heridas y sufrimientos de los hombres, no puede dejar de estar atenta a la carencia e indigencia fundamental, su herida más letal, que es la ausencia o el eclipse de Dios entre los hombres, y acudir a ellos, los hombres de hoy, ofreciendo la ayuda necesaria e inaplazable de Dios mismo en toda su realidad y amor, traer, entregar, como Jesús hizo, a Dios. El Papa Benedicto XVI, entre otros viajes apostólicos, vino, casi al final de su pontificado, a dos lugares emblemáticos de España: Santiago de Compostela y Barcelona, como «peregrino de Dios» en el Año Jubilar Compostelano convocado, como todos, para renovar y fortalecer nuestra fe en Jesucristo y nuestras raíces apostólicas, y vino para consagrar el templo de la Sagrada Familia, que nos evoca como pocos por su belleza única y su grandiosidad artística, a Dios en medio de la ciudad secular (no ha muerto), y en el centro de la vida del hombre, inseparable de la familia. Fue aquel, lo recordamos con gozo inenarrable, un viaje intenso e inolvidable, en el que el Santo Padre era muy consciente de la grave situación que atravesamos como demuestran sus palabras y sus gestos, y, con ese amor tan grande que nos tiene, signo del amor de la Iglesia, Cardenal y Arzobispo de Valencia Antonio Cañizares Llovera CAÍN nos dejó un mensaje central, casi único y principalísimo –todo lo demás se deriva de él–; en ese mensaje encontramos la gran palabra y la inmensidad de una luz que necesitamos en estos tiempos de crisis y encrucijada, por tanto, de oscuridad y de incertidumbre. España –también Europa– necesita asimilar este mensaje. «Peregrino de Dios», en Santiago de Compostela, Benedicto XVI, solidario con la suerte de Europa, proclamaba en España: «Desde aquí, como mensajero del Evangelio que Pedro y Santiago rubricaron con su sangre, deseo volver la mirada a Europa que peregrinó a Compostela». ¿Cuáles son sus grandes necesidades, temores y esperanzas? ¿Cuál es la aportación específica y fundamental de la Iglesia a esa Europa, que ha recorrido en el último medio siglo hacia nuevas configuraciones y proyectos? Su aportación se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Sólo Él es el absoluto, amor fi el e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre. Bien comprendió esto santa Teresa de Jesús cuando escribió: «¡Sólo Dios basta!». Es una tragedia que en Europa, sobre todo en el siglo XIX, se afirmase y divulgase la convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad. Con esto se quería ensombrecer la verdadera fe bíblica en Dios, que envió al mundo su Hijo, «a fi n de que nadie perezca, sino que todos tengan vida eterna (cf. Jn 2,16)». ¿No es esto lo sustancial en la Iglesia y como Iglesia, a lo que apela el Papa Francisco en su Carta a los alemanes? El mensaje constante del Pontificado de Benedicto XVI, al que no podemos olvidar en modo alguno, dicho concretamente a nosotros, a España, en su situación real, por tanto lo que la Iglesia debe aportar ante los desafíos del presente en España es una apelación a que volvamos a Dios. Es como si surgiese en nuestro mundo de hoy, un nuevo profeta Isaías –así es la Iglesia, profética–, ante el pueblo de Dios, del Israel de entonces – temeroso, acobardado, débil y vacilante ante la difícil situación que atravesaba (cf. 1s ·5, 3-4)– que clama: «¡Mirad a vuestro Dios!». También hoy, como entonces, ante la situación que vivimos en nuestro mundo, en nuestra España con todas sus dificultades y temores, necesitamos acoger esta apelación tan apremiante –lo que la Iglesia ofrece como servidora y solidaria nuestra en nuestros problemas nada fáciles: «¡Mirad a vuestro Dios!». Necesitamos mirar a Dios, volver a poner a Dios en el centro de todo: Dios como centro de la realidad y Dios como centro de la vida. «¿Cómo es posible, se preguntaba Benedicto XVI, que se haya hecho silencio público sobre la realidad primera y esencial de la vida humana? ¿Cómo es posible remitirla a la penumbra?». Para esto está la Iglesia de siempre, de hoy y de mañana.
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