Opinión
“Vamos a septiembre”
Suele decirse que la política es el arte de convertir en posible lo imposible. Paradójicamente, en estos últimos años en nuestro país el noble oficio de político, si por algo se ha significado, ha sido por convertir lo posible -y necesario- en inviable. La nueva política, con tanta ilusión bautizada en 2014, ha envejecido rápidamente. En algunos casos, de hecho, comienza a morir. Lo que prometía diálogo, apertura, transparencia, negociación y transversalidad ha derivado en tiempo récord en bloqueo permanente, sectarismo, inmovilismo y mucha, demasiada, cortedad de miras.
Vivimos, utilizando la palabra argentina, en un gran “quilombo”: a las puertas del parón veraniego, empantanados y con la vista puesta en unas nuevas elecciones. Es lógico que el hartazgo de los españoles se haya disparado y la preocupación por los políticos ya sea el segundo quebradero de cabeza para millones de ciudadanos. Así lo ha confirmado al menos el CIS de José Félix Tezanos.
No caben disimulos. Tampoco excusas. Si los españoles tuviésemos que volver a las urnas sería un desastre. Que, por cierto, debería invalidar éticamente a nuestros representantes para volver a presentarse al examen de los votos. Aunque tal cosa no ocurrirá. Demostraría que Pedro Sánchez, Pablo Casado, Albert Rivera y Pablo Iglesias no habrían entendido el mandato recibido el 28-A. Y que, a la postre, lo único que buscarían sería endosar su fracaso, el de la clase política, a los españolitos de a pie que han dejado claro en las urnas lo que desean.
Y por ese camino vamos. Porque el simulado objetivo de alumbrar la investidura en julio no marcha como debiera, desde luego. Más bien todo lo contrario. El concierto entre Sánchez e Iglesias suena más desafinado con el paso del tiempo. Ciertamente, la política tiene cada vez más de teatro que de realidad. Y en este punto, las ofertas de diálogo y de mano tendida que se escuchan buscan más fijar “relatos” con los que culpar a los otros que una voluntad de negociación sincera para acercar posturas.
Con esos mimbres, el presidente en funciones abundaba este jueves, a su paso por Los Desayunos de TVE, en la imprescindible “cohesión interna” del Gobierno. Era otra forma (la enésima) de expresar que no desea la fórmula de coalición que le reclama el líder de Podemos. Su principal motivo para negarse, al menos eso sostuvo, son las “discrepancias de fondo” con Iglesias en asuntos de Estado como la crisis de Cataluña. Pedro Sánchez insiste mucho últimamente en este aspecto. Saca incluso a relucir, para renegar de las pretensiones del secretario general morado, una hipotética aplicación del artículo 155 de la Constitución.
El presidente tiene fijo el foco sobre un escenario de confrontación y desobediencia en Cataluña, a partir de septiembre, por la sentencia del Tribunal Supremo sobre el “procés”. Lógicamente, tener sentado a Pablo Iglesias en el Consejo de Ministros en esa situación sería convertir el Gobierno en un campo de minas. Así se transmite desde las alturas de Ferraz. El propio presidente está seguro de que “un Gobierno de coalición (PSOE-Podemos) se paralizaría por sus propias contradicciones internas”. Por tanto, una entente entre socialistas y morados, tal como es concebida por unos y otros, no parece tener demasiado futuro.
“Vamos a septiembre”, es lo que vienen trasladando en los últimos días cargos de La Moncloa a mandatarios del PP. Por cierto, que la estrecha conexión que han logrado establecer Pedro Sánchez y Pablo Casado da para un artículo. Después del verano se va a poder constatar. Como resumía hace unos días alguien tan posibilista como Felipe González, España “se parece cada vez más a Italia, pero sin italianos”.
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