Opinión

Montero contra Trump

En materia de relaciones internacionales, Trump es un nacionalista: «Si tú dañas a mis ciudadanos, yo daño a los tuyos». El conflicto lo desarrolla a escala colectiva, no individual. EE UU contra México, contra China, contra Francia y, acaso, contra España. Desde el punto de vista de los derechos individuales y de la lógica económica, tal comportamiento constituye un error radical. Que un francés dañe a un estadounidense no justifica que otro estadounidense dañe a otro francés inocente. Pero Trump, como nacionalista que es, no adopta una perspectiva individualista, sino comunitaria, y lo hace también en él ámbito comercial: «Si tu gobierno perjudica a mis empresas, mi gobierno perjudica a tus empresas».

No en vano, la disputa arancelaria que mantiene contra China es, en el fondo, una disputa sobre la normativa por la que deben regularse las relaciones comerciales entre bloques económicos. Trump intenta presionar al Gobierno chino dañando a compañías chinas con el objetivo de que su Gobierno ceda ante el chantaje. Poco importa que esas empresas perjudicadas no guarden relación con el fondo de la disputa. Se las daña sólo porque son empresas que recaen bajo la jurisdicción del gobierno con el que se está negociando.

Lo mismo parece que va a suceder con Francia. Después de que el Estado galo haya aprobado la Tasa Google, Trump ha amenazado con imponer aranceles a productos franceses. Nuevamente, los productores de queso o de vino francés (si es que la Casa Blanca escoge penalizar a tales mercancías) no son culpables de que su Gobierno esté maltratando fiscalmente a las tecnológicas estadounidenses y, por tanto, no deberían ser ellos quienes pagaran los platos rotos de la mala política tributaria de Macron. Pero la probabilidad de que ellos (u otros empresarios franceses) terminen sufriendo la venganza de Trump es muy alta. Y lo mismo, claro, podría pasarnos a los españoles si el Ejecutivo de Sánchez persevera en su desnortado empeño por implantar la Tasa Google. No es que nuestros agricultores o industriales sean responsables de que los socialistas sueñen con meter la cuchara en la cuenta de resultados de Google, Amazon o Facebook, pero muy probablemente serán ellos quienes sufran las represalias de Trump.

De poco vale que la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, se envalentone y tilde de inadmisible que EE UU se entrometa en las soberanas decisiones de España en materia tributaria. A la postre, igual que nuestro país es soberano para establecer sus propios tributos, también lo es EE UU para fijar los suyos, incluyendo los aranceles contra productos españoles. A su vez, tampoco tendría sentido que el Gobierno español rehusara los aranceles estadounidenses argumentando que se trata de un quebrantamiento de los principios del libre comercio internacional. No sólo porque Trump ya ha demostrado sobradamente que esos principios le importan bien poco, sino porque, al final, la Tasa Google contra empresas tecnológicas estadounidenses no deja de ser un arancel encubierto de España contra EE UU.

En definitiva, la semana pasada ya tuve ocasión de advertir desde las páginas de este periódico («Trump, contra la Tasa Google», 13 de julio) de que la aprobación de la Tasa Google por parte del PSOE supondría un doble tiro en el pie: mermaría la capacidad de la economía española para digitalizarse y nos expondría a las represalias arancelarias de EE UU. A la vista de la airada reacción que ha exhibido Montero durante esta semana, parecería que las primeras amenazas ya han llegado. Tengamos dos dedos de frente y descartemos tan dañino impuesto.

¿Podemos en el Gobierno?

Si apuntar a Pablo Iglesias como principal escollo para las negociaciones del gobierno de coalición fue una táctica socialista para romper la baraja y culpar a Podemos de la convocatoria de nuevas elecciones, de momento no parece que la estrategia les haya salido especialmente bien. Iglesias ha visto el órdago y ha atrapado a Sánchez en su propio discurso. Si no elucubra otra narrativa para vetar la entrada de Podemos en el Gobierno, entonces a la sociedad y a la economía española no les quedará otro remedio que padecer a ministros de la formación morada, con todos los destrozos que podrían terminar provocando desde Trabajo (derogación de la reforma laboral), Hacienda (subida masiva de impuestos) o Industria (creación de empresas públicas a costa del contribuyente y asfixia regulatoria del sector privado). Sánchez se ha metido –y nos ha metido a todos– en un callejón de difícil salida.

Calviño, candidata al FMI

Quien parece que no formará parte del próximo Gobierno de Sánchez es una de las ministras que mantenía una posición más templada y sensata dentro del Ejecutivo: Nadia Calviño. La titular en funciones de la cartera de Economía se postula para presidir el Fondo Monetario Internacional después de que Christine Lagarde abandonara el cargo de directora-gerente para ascender al mando del BCE. Según algunos analistas, Calviño podrá prestar un mejor servicio a la economía española desde el FMI que desde su actual Ministerio. Pero eso es harto improbable. El FMI sólo sirve para rescatar a gobiernos manirrotos a costa del dinero de los contribuyentes de países solventes (motivo por el cual, por cierto, el FMI debería desaparecer). Salvo que esperemos que España vaya a necesitar un rescate en los próximos años, el puesto será del todo irrelevante para nuestros intereses.

El BCE más inflacionista

La elección de Christine Lagarde al frente del BCE no sólo ha supuesto una victoria nacional de Macron sobre otros países aspirantes al cargo (como Finlandia o Alemania), sino también una victoria cuasi definitiva de las llamadas «palomas» (los miembros del BCE partidarios de una política monetaria laxa) sobre los denominados «halcones» (los defensores de una política monetaria más ortodoxa). Esta misma semana, de hecho, el BCE ha manifestado su intención de recortar los tipos así como de elevar su objetivo de inflación a medio plazo. Ambas medidas constituyen herramientas para desarrollar una política monetaria aún más laxa dentro de la Eurozona. Pero lo que necesita la eurozona no es más laxitud crediticia, sino profundas reformas que son desincentivadas por tanta laxitud crediticia. La elección de Lagarde ya se está dejando sentir antes incluso de que reemplace a Draghi.