Opinión
Embestir
El verbo «investir» significa según la RAE «conferir una dignidad o cargo importante». España, en los últimos años –más de los que recordamos– tiene grandes dificultades para investir a la máxima autoridad del gobierno: su presidente. Conferir la dignidad a cargo tan importante es algo complicado después de que la tarta del Parlamento se fraccionara para más comensales de los dos que solían repartírsela. Antaño, el turnismo, o bipartidismo, se daba un festín de escaños, dejando unas migajas, aunque muy decisivas, a los nacionalistas no españolistas. Y ahí acababa el reparto. Hoy, el mismo hemiciclo aloja a cinco partidos, que pugnan por zamparse un bocado más grande con cada elección. Investir se ha convertido en un verbo endiablado. La investidura de presidente ha cambiado, al igual que lo ha hecho todo el panorama político. En una década, y especialmente en el último lustro, hemos pasado de manera rápida del Estado del Bienestar como objetivo aparente, al bienestar del Estado como propósito descarado. Del antiguo lema que solían esgrimir los políticos, aún con la boca chica, «para servir a mi país», al bocachanclero «servirme de mi país». Hemos ido de «lo personal es político» a «lo político es personal» en una era que dejó muy atrás el enunciado absolutista «El Estado soy yo» –sentencia atribuida al rey Sol, Luis XIV de Francia–, para abrazar de manera entusiasta la teóricamente más democrática proclama «Nosotros somos el Estado: yo y mis muchos amiguetes». Pero, ¿la situación social es también ejemplarmente democrática? Para cualquier trabajo, incluido el más bajuno y peor pagado, se exige todo tipo de requisitos, aunque la recompensa sea, en muchas ocasiones, un contrato provisional y precario. Al trabajador menos cualificado, sus posibles jefes le revisan hasta las redes sociales, para ver «de qué va». Mientras que, para ser cargo público, «autoridad», solo se precisa un buen enchufe, estar en una lista blanca, y en ninguna negra, tener familiares o contactos bien colocados... Etc. Y, sí: todo ha cambiado. Tanto que parece que, más que a investir, al Parlamento ahora se llega para «embestir», esto es: que allí se va «con ímpetu sobre alguien o algo, a acometer a alguien pidiéndole limosna o prestado, o para inducirlo a algo. O a atacar una plaza o posición», según la RAE. Y así estamos.
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